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Todo cuanto hay en el mundo tiende a su extinción otoñal. No hay nada que
no sea contradictorio al predominio del tiempo sobre la existencia. La analogía
extintiva más obsesiva es el de la piedra y la flor. Hay algo sobrecogedor en la
intemporalidad sorpresiva de la
permanencia de las gárgolas góticas de
las catedrales, con sus miradas inquisitivas y los rosetones vidriados que dan
su luz como un grito de intemporalidad. La rosa de cristal y la gárgola que
vomita agua sobre la gente que pasa abrumada por peso que se acumula a su espalda. Los sueños de color que se
reflejan a través de las vidrieras en los seres extraviados que sólo encuentran
la piedra y no la flor.
Las gárgolas muestran la indiferencia de su ser de piedra ante el
deambular de la luz comprometida en
mantener la permanencia de la apariencia. Lo bloques humanos ciegos de furia y ruido esconden sus miradas a las
gárgolas de canteros proféticos del tiempo, que quisieran significarse en la
memoria de la piedra para ser guijarros
de caminos. Siempre se percibe la nostalgia de aquellos constructores de
catedrales que sabían que no verían su trabajo terminado. Ni dos generaciones
bastan para que la piedra acabada dé testimonio del presente único del cantero, que la martillea y rompe para darle molde. Dejando
en la piedra por pura vanidad y envidia sus iníciales que nadie habrá de
ponerle rostro.
Soledad humana de formadores de
símbolos ante su vivientes ser, que habrá de sentir también el vértigo de su
desaparición en las calles frías y en los conflictos del hombre resentido con
el hombre dominado.
Vértigos existenciales ante el
simbolismo de una existencia vacía de conciencia eterna, que siente la angustia
de su desaparición como vaciamiento de
cera fundida en la forma de piedra y flor seca.
El Ser de cera fundida en la angustia de su existencia arrojada a la
preocupación de continuar existiendo. Vaciamiento del quehacer de un ser en
sueños inconscientes y trabajos que no excluyen la inseguridad de la piedra que
rueda como la moneda. No se descifran actuales, los poderes internos y externos de fuerzas
contrapuestas que afirman y niegan una
temporalidad medida por lo inesperado de la trascendencia. Las gárgolas
testimonian la ligera levedad de la
piedra y la historia.
El individuo en su ajenidad no se percibe como la seca temporalidad de la
caña pensante pascaliana. El pensamiento como orgullo de la condición humana en
un mundo insuficiente y ciego y en un hombre entre la bestia y el ángel. Entre la
burla absurda intemporal de la gárgola y los pétalos de la rosa seca. La
gárgola que es absurda en la medida que está dentro de un tiempo sin porvenir y
sin conciencia de sí.
El hombre y la piedra cargan con
el absurdo del porvenir.
Existente esfuerzo de correlación de la Nada y la paradoja del salto a la
irracionalidad del porvenir, Kierkegaardiano absurdo ene la paradoja de existir
negando y afirmando la inmortalidad o el orgullo Nietzcheano de la hacer la
vida una heroica afirmación finita fuera del resentimiento y la culpa.
Solas están las pesadillas de la historia
sobre las miradas ciegas de las gárgolas, que como anónimas arqueologías muestran la transitividad del individuo por el flujo
heraclitiano del río sin retorno al origen. Heráclito no sumerge en el agua del
río al simbólico niño- dios de Juan Ramón Jiménez en la luz de las adelfas. La alegría
de la luz cayendo sobre el rostro del
niño- dios en el jardín de las delicias inocentes de la atemporalidad. La
Poesía niega la muerte cuando los
hombres aplican la duración de las flores para medir la existencia del hombre dentro del
mundo. Se aplicó la duración de la existencia cuando se quiso que los números fueran la medida de los dioses.
Lluvia de números sin flores para la
abertura de un girasol que da la espalda a la sombra breve, en cuanto que lo
que se da en la luz es la pretensión de vivir en la no angustia de lo perecedero del número. La
luz crea la cultura clásica de lo eterno en los héroes convertidos en destino.
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En la angustia de un ser constituido
de tiempo, parece como si las gárgolas desconocieran
la irracionalidad del porvenir y se
hubieran transformado en rapaces con cuerpo de reptil. Serían seres simbólicos colgados
del tiempo de la burla, mirando hacia abajo y sujetas al muro que las mantiene
en el aire, con el rictus sarcástico del que tiene la verdad simple de no
existir sin angustia de no ser. No ser sabiendo que estás hecho de tiempo, que
irá erosionando su permanencia en el mundo por los hechos físicos causados por el viento y la lluvia. La gárgola
transmite el desconocimiento de quien la esculpió para la burla premonitoria de
quien sabe que la piedra durará más que el escoplo que labra las piedras. No
les ponían los canteros fechas a las gárgolas. Eran desagües de lluvia que
debía llegar al suelo y no a los muros
de la iglesia.
La gárgola piedra para defender lo
perentorio de la oscuridad y la erosión de la vanidad de los que levantan templos para
orar y no morir. La gárgola desagua la lluvia de la temporalidad sobre los
textos religiosos, que propone el poder fuera
de la causalidad interna del flujo degradante de la historia.
La historia simbólica que no previene los
efectos límites de la voluntad de querer permanecer. Voluntad de querer estar
fuera de la representación de los fenómenos naturales y dentro de lo simbólico
permanente.
En la causa de la voluntad hay
efectos incontrolados de caducidad absoluta de la medida del tiempo, que se desplaza
al futuro imaginario por la ambición de adquirir la inmortalidad por obra de la
fe, que construye arquitectura sociales. Arquitectura sociales que esconden la ambición de escapar del presentimiento obsesivo de la
muerte.
El bufón destruye con su ambigüedad conceptual
los estratos religiosos y políticos del poder lógico de decidir la historia
como un flujo temporal de la voluntad de poder de sucesión. Las formas de poder encarnadas en la ley biológica
y la ordenación de los cambios sociales políticos a través de los herederos de
las arquitectura sociales. Los símbolos del poder pretenden permanecer en los vericuetos de la representación textual
del arte o en los sacrificios sociales generacionales, que ejercen el miedo de no existir bajo la
pandemia o el genocidio.
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