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La sociedad del siglo XVII es una
sociedad estrictamente regulada por las instituciones religiosas y el poder
secular del Estado absolutista. La religión y el poder absoluto de la ideología
monárquica y por otro, la ideología religiosa subsumida en el autoritarismo de
la fe en la providencia y las reglas de obediencia a la jerarquía teologal del
alto clero curial.
Ambas ideologías piramidales determinan
la enajenación del pueblo-nación en la autoridad del Estado y su comportamiento
religioso, aditivo de la salvación post-mortem del cuerpo y el alma. Las
ideología de unidad del pueblo-nación racional-legal. Y la ideología religiosa
de salvación personal, dentro de las instituciones de la Iglesia católica dan contenido a la sumisión de las masas
populares a ambos poderes. La monarquía
absoluta y la jerarquía papal introducen el sometimiento de la masa
social al poder estatal y eclesiástico. Monarquía y papado subordinado
dogmatizan las relaciones sociales de los compartimentos estructurales económicos,
políticos y religiosos del siglo XVII.
El arte barroco como instrumento de de
dominación de clase reproduce a los valores normativos de las regiones
ideológicas de poder aristocrático y poder eclesial.
El arte visual del período barroco y se
mueve dentro del naturalismo caravaggiano en declive, la conversión de las
formas artísticas a la significación política del enfrentamiento de los
privilegios de aristocracia y burguesía ascendente del mercantilismos y las
luchas religiosas de Reforma y Contrarreforma, soterradas en la expansión
territorial de los Estados absolutista.
El arte del periodo barroco da significado
visual a las relaciones sociales dramáticas y al pesimismo racionalista
cartesiano de la duda como método del conocimiento, ante las incesante guerra
de los Treinta Años, que conllevó la destrucción de las tierras de labor, el
comercio terrestre y al enrolamiento de masas de población en tropas
mercenarias, que asolaron las ciudades en busca de pillaje. Luego vendría las
pandemias de hambre, peste y miseria de supervivencia. A la vez que los
períodos de enfrentamiento nacional militar avanzaban y retrocedían, los
cortesanos visualizaban su ideología divinizando el poder absoluto, uniformizando
los cánones del arte profano. Mientras la autoridad de la Iglesia lo hacía con el arte religioso. La dicotomía
de arte profano y religioso adquirió caracteres de radicalidad de clase. Las
academias dogmatizadas de Luis XIV se oponían a la innovación si esta no
entraba en las reglas de la grandeza y exaltación del absolutismo. El papado se
aferró a las normas pictóricas dadas por los teólogos tridentinos que
perseguían un arte censurado ante las desviaciones de las formas y contenidos de las artes visuales y los textos bíblicos. La
demanda se creaba alrededor de los centros de poder de la corte y la Iglesia.
El arte debía exalta el poder del Estado y de
la religión. La iconografía religiosa se debía a un sentimiento religioso y la ejecución
artística correlativa de santos y paisajes bíblicos, que podía influir en el fervor
devocional de masas sociales, estremecidas por la tragedia de la vida, las pandemias
infecciosas y los ciclos económicos decenales agrarios de rendimientos
decrecientes, depreciación de la moneda y subida de precios, de bienes de
consumo inmediato para pobres y de bienes de lujo para los grupos adinerados de
la aristocracia y el alto clero. Los salarios perdieron valor adquisitivo por la depreciación del
dinero y con ello un bajo consumo de alimentos y el acortamiento de la
longevidad. A esto se debe añadir, como se mencionado más arriba, las guerras
incesantes de las monarquías absolutistas que ocasionaban la destrucción de los
circuito internos de producción y circulación económicos. Se acentuó la
emigración de los campesinos a las zonas urbanas por la presión fiscal del Estado y de la
Iglesia y el miedo al enrolamiento militar mercenario. Rendimientos
decrecientes de la tierra, subidas de precios tanto por la baja oferta de
producción artesanal y agraria como por la depreciación del dinero monetario en
los salarios, ganancias y precios de inflación daban el resultado de hambrunas, peste en las ciudades y el
terror a la finalidad de la vida para la
muerte, que la religión debía cubrir ideológicamente por la exaltación de la
piedad de resignación, ante la fatalidad del poder político y de la
irracionalidad fatídica de los ciclos económicos naturales agrarios y militares
junto a las pandemias infecciosas.
La ejemplaridad que debían suscitar los pasajes bíblicos, la
vida de los santos, mártires de la fe, los
sermones y el temor a la muerte, habrían de disciplinar las protestas
populares del bandolerismo campesino y a la ideología de la igualdad de los
evangelios de los pobres.
La culminación del sometimiento al
Estado y a la Iglesia se cumplía cimentando la subjetividad nerviosa del miedo
inyectado en el conjunto social. El individuo y la masa social padecían cotidianidad,
sublimando la inseguridad material del hambre y la violencia, en el
pueblo-nación y en la piedad de
salvación trascendente a la que obligaban
la violencia de las instituciones políticas y religiosas. O eres un
individuo integrado en la ideología dominante o eres un individuo al que se
castiga por herejía. La aceptación de los mandatos de las jerarquías de poder
llevaba la resignación finalista de obedecer para sobrevivir.
La existencia individual se entregaba a
la obediencia de prácticas sociales, los actos de la voluntad de vivir dentro
de la enajenación ideológica. Los moldes de arcilla ideológica sobre la
actividad humana. El acto de hacer estaba enajenado por una ideología activa.
La ideología se vuelve una fuerza material inconsciente, que coacciona el comportamiento de los actores
sociales del vivir.
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La pintura de Bartolomé Murillo
ejemplifica el éxtasis de la ideología religiosa de su tiempo, introduciendo la
resignación de la sonrisa de los niños pobres, las vírgenes adolescentes, en
las penalidades de una cotidianidad sumida en el hambre y la resignación. Los
niños pintados por Murillo están siempre en la precariedad de la indigencia.
Ahora tan cercanos a los niños abandonados de los países no industrializados o
emergentes.
Hay un cuadro de Murillo:" Las
mujeres en la ventana", que ejemplifica una historia trágica sevillana de
alcance. La historia esencial de la epidemia de peste en la ciudad de Sevilla
de 1649. Murió la mitad de la población. Se perdieron miles de inmuebles por
abandono. Los gremios de artesanos y comerciantes quedaron mermado o
destruidos. Las arcas municipales quebraron y la mendicidad se apoderó de los
barrios pobres. Es cuadro de escasa demanda eclesial que debió pintar Murillo para
comerciantes extranjeros del barroco holandés y el pintor estremecido por la
presión de la tragedia social.
Las mujeres en la ventana se muestran a
la luz de la ciudad. Un nuevo día sevillano. Ya comienza el bullicio de bestias
y carros que buscan las callejuelas que llegan a la calle Feria. Detrás de la
ventana, el claroscuro de la luz del día que penetra por las rendijas de las
hojas de la ventana. La gente que está dentro de la habitación se echaron a
dormir en jergones, colchones rellenos de paja y hojas de maíz, que endurecen con dolor el cuerpo tendido. El
claroscuro entinta de franjas grises las paredes y los escasos muebles. Alguna
porcelana en una estantería, algunos cuencos de blanco grisáceo. En una pared
lateral cuelga de una alcayata un espejo
que refleja la cara, los ojos y el pelo. Cuando entra la luz se vuelve
brillante y delatador. La ventana ahora está abierta y ahonda el contraste de
luces y sombras. Hay dos mujeres que trajinan de aquí para allá para ordenar el
cuarto. Las dos son una
madura y la otra joven. La joven se apoya en el quicio de la ventana, retadora
y sonriente, la madura se cubre media cara.
Murillo no pinta el motivo por las que ambas se presentan sonrientes. Lo oculta en lo
indefinido de las no presencias. De ellas, de las mujeres, se habla de su forma
de sobrevivir en el pecado de la carne. Mujeres de trato carnal que se intuye
por el apodo despectivo de su trato
carnal para denominar el cuadro con la denominación de las gallegas.
Cuando se asoman por la ventana entran
en el juego de la alegrías del ver lo
que otros no ven. Murillo nos dejó un instante de la vida cotidiana con sus
modelos anónimos.
En la calle y frente a la ventana estaría
el pintor que las bosquejaría para luego dejarlas presentes y eternas en un
cuadro al óleo. No es un individuo cualquiera es Murillo. Ellas no lo saben,
pero pasaran de la inmediatez de los claroscuros de su tiempo al presente
continuo de la mirada de Otros que las ven sin ser mirados.
Un salto de la figuración pictórica de
Bartolomé Murillo, que introduce a dos mujeres en la historia del espectador generacional, que transgrede
el presente inmediato del cuadro hasta llegar del siglo XVII al siglo XXI.
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