martes, 19 de mayo de 2015

Flores secas y gárgolas.


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Todo cuanto hay en el mundo tiende a su extinción otoñal. No hay nada que no sea contradictorio al predominio del tiempo sobre la existencia. La analogía extintiva más obsesiva es el de la piedra y la flor. Hay algo sobrecogedor en la intemporalidad  sorpresiva de la permanencia  de las gárgolas góticas de las catedrales, con sus miradas inquisitivas y los rosetones vidriados que dan su luz como un grito de intemporalidad. La rosa de cristal y la gárgola que vomita agua sobre la gente que pasa abrumada por peso que se acumula a  su espalda. Los sueños de color que se reflejan a través de las vidrieras en los seres extraviados que sólo encuentran la piedra y no la flor.

Las gárgolas muestran la indiferencia de su ser de piedra ante el deambular de la luz  comprometida en mantener la permanencia de la apariencia. Lo bloques humanos ciegos  de furia y ruido esconden sus miradas a las gárgolas de canteros proféticos del tiempo, que quisieran significarse en la memoria de la piedra para ser guijarros  de caminos. Siempre se percibe la nostalgia de aquellos constructores de catedrales que sabían que no verían su trabajo terminado. Ni dos generaciones bastan para que la piedra acabada dé testimonio del presente único del cantero,  que la martillea y rompe para darle molde. Dejando en la piedra por pura vanidad y envidia sus iníciales que nadie habrá de ponerle rostro.

 Soledad humana de formadores de símbolos ante su vivientes ser, que habrá de sentir también el vértigo de su desaparición en las calles frías y en los conflictos del hombre resentido con el hombre dominado.

 Vértigos existenciales ante el simbolismo de una existencia vacía de conciencia eterna, que siente la angustia  de su desaparición como vaciamiento de cera fundida en la forma de piedra y flor seca.

El Ser de cera fundida en la angustia de su existencia arrojada a la preocupación de continuar existiendo. Vaciamiento del quehacer de un ser en sueños inconscientes y trabajos que no excluyen la inseguridad de la piedra que rueda como la moneda. No se descifran actuales,  los poderes internos y externos de fuerzas contrapuestas que afirman y  niegan una temporalidad medida por lo inesperado de la trascendencia. Las gárgolas testimonian la ligera  levedad de la piedra y la historia.

El individuo en su ajenidad no se percibe como la seca temporalidad de la caña pensante pascaliana. El pensamiento como orgullo de la condición humana en un mundo insuficiente y ciego y en un hombre entre la bestia y el ángel. Entre la burla absurda intemporal de la gárgola y los pétalos de la rosa seca. La gárgola que es absurda en la medida que está dentro de un tiempo sin porvenir y sin conciencia  de sí.

 El hombre y la piedra cargan con el absurdo del porvenir.

Existente esfuerzo de correlación de la Nada y la paradoja del salto a la irracionalidad del porvenir, Kierkegaardiano absurdo ene la paradoja de existir negando y afirmando la inmortalidad o el orgullo Nietzcheano de la hacer la vida una heroica afirmación finita fuera del resentimiento y la culpa.

 Solas están las pesadillas de la historia sobre las miradas ciegas de las gárgolas, que como  anónimas arqueologías muestran  la transitividad del individuo por el flujo heraclitiano del río sin retorno al origen. Heráclito no sumerge en el agua del río al simbólico niño- dios de Juan Ramón Jiménez en la luz de las adelfas. La alegría de la luz  cayendo sobre el rostro del niño- dios en el jardín de las delicias inocentes de la atemporalidad. La Poesía niega la  muerte cuando los hombres aplican la duración de las flores para  medir la existencia del hombre dentro del mundo. Se aplicó la duración de la existencia cuando se quiso  que los números fueran la medida de los dioses.

Lluvia de números sin flores para la abertura de un girasol que da la espalda a la sombra breve, en cuanto que lo que se da en la luz es la pretensión de vivir en la  no angustia de lo perecedero del número. La luz crea la cultura clásica de lo eterno en los héroes  convertidos en destino.
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En la angustia de un ser constituido de tiempo, parece  como si las gárgolas desconocieran la  irracionalidad del porvenir y se hubieran transformado en rapaces con cuerpo de reptil. Serían seres simbólicos colgados del tiempo de la burla, mirando hacia abajo y sujetas al muro que las mantiene en el aire, con el rictus sarcástico del que tiene la verdad simple de no existir sin angustia de no ser. No ser sabiendo que estás hecho de tiempo, que irá erosionando su permanencia en el mundo por los hechos físicos causados  por el viento y la lluvia. La gárgola transmite el desconocimiento de quien la esculpió para la burla premonitoria de quien sabe que la piedra durará más que el escoplo que labra las piedras. No les ponían los canteros fechas a las gárgolas. Eran desagües de lluvia que debía llegar al suelo y no  a los muros de la iglesia.
La gárgola piedra para defender lo perentorio de la oscuridad y la erosión  de la vanidad de los que levantan templos para orar y no morir. La gárgola desagua la lluvia de la temporalidad sobre los textos religiosos,  que propone el poder fuera de la causalidad  interna del flujo  degradante de la historia.
 La historia simbólica que no previene los efectos límites de la voluntad de querer permanecer. Voluntad de querer estar fuera de la representación de los fenómenos naturales y dentro de lo simbólico permanente.  
En la causa de la voluntad hay efectos incontrolados de caducidad absoluta de la medida del tiempo, que se desplaza al futuro imaginario por la ambición de adquirir la inmortalidad por obra de la fe, que construye arquitectura sociales. Arquitectura  sociales que esconden la ambición de  escapar del presentimiento obsesivo de la muerte.

 El bufón destruye con su ambigüedad conceptual los estratos religiosos y políticos del poder lógico de decidir la historia como un flujo temporal de la voluntad de poder de sucesión. Las  formas de poder encarnadas en la ley biológica y la ordenación de los cambios sociales políticos a través de los herederos de las arquitectura sociales. Los símbolos del poder pretenden permanecer  en los vericuetos de la representación textual del arte o en los sacrificios sociales generacionales,  que ejercen el miedo de no existir bajo la pandemia o el genocidio.