sábado, 18 de julio de 2009

En los ojos del buey (3)

No es posible trascender la naturaleza y la historia para situarse en una subjetividad infinita. Ante un individuo que es sólo historia, la subjetividad existencial kierkegaardiana salta, en la paradoja del pensamiento, a la superación de la Nada por la angustia. La angustia kierkegaardiana de la caída en el pecado y en la incertidumbre de la gracia. El individuo está siempre en la mirada ausente de su trascendencia. Su precariedad de ser en el tiempo de compromiso descubre de su destino. Su angustia es la tijera que corta el tejido de la relación con los Otros y le abisma en la inteligibilidad de las fases en que se concreta la marcha del Espíritu Universal hegeliano. Se entra en la angustia de la responsabilidad y en el compromiso de la historia. Pero el compromiso son los otros y con ellos entra la historia. El hombre actual está siempre en la situación del riesgo de los Otros. La naturaleza finita de su biología, economía y lenguaje le arrojan a la finitud y subjetividad de la responsabilidad. La indiferencia a los demás sería desapego propio de las circunstancias que lo determinan. Quien se desapega es como si se hubiese desprendido de su sociabilidad. Al igual que un resorte que empujase hacia delante, el individuo habrá de decidir o hacer algo para hallarse frente a su compromiso como sujeto inteligible y finito, que define su situación en la mundanidad del conflicto y salvación. Como sujeto, que piensa su existencia, que debe superar su intrascendencia para postularse en la autenticidad de una participación en la comunidad de los fines universales kantianos de la moralidad. Esta situación de sujeto que piensa, pero a la vez, siente la angustia de su soledad y la trascendencia de sus actos, le convierte en alguien que se compromete bien en la historia bien en la mística. Se obliga a comprometer con una situación existencial que lo desborda en sus exigencias de verdad o falseamiento. Si llega a la actividad de la mundanidad, en un deslizamiento de la indiferencia, hará de sus vinculaciones humanas unas ilaciones entre cosas. Se habrá vaciado de su trascendencia en los escondrijos de la astucia mimética de la voluntad de jerarquía. Cumplirá el destino de Otro. Será un sujeto pasivo en la conflictividad de la reacción y afirmación de la arquitectura metafísica del poder. El poder extraño le dará plasticidad al sinsentido de su existencia inauténtica. James Ensor (1860-1949), pintor belga, cuyos retratos ofrecen una visión grotesca de la humanidad, le convirtieron en el principal precursor del sinsentido de la mundanidad del siglo XX. En sus máscaras grotescas, el hombre y la muerte están expresan la angustia existencial del simbolismo medieval de Bosch y de Brueghel el viejo. La ceguedad de la esperanza. La pasión humana en lun doble grotesco de la muerte. Radicalmente el individuo está siempre con Otros, y participa con un ser no libre, que se introduce en las rendijas de la conformidad de lo finito. Cada vez es más insistente y vulgar el mensaje de desunir los dos cabos de la individualidad y la comunidad. El individuo se amodorra en su disimilitud para desagregarse de las circunstancias que lo apremian. El sujeto que atenaza la certidumbre de su no saber y su no hacer. No está trascendido por la comunidad. Se ha dado a una voluntad extraña. Obtiene a cambio la no beligerancia de las jerarquías de poder. Se esconde en el préstamo concedido de la indiferencia. No se haya trabado en el significado de su caída al mundo. El individuo existe para Otro dominante. Para huir de la dualidad del amo y del esclavo, el individuo no puede atarse a su sombra. La relación existencial, del sujeto del siglo XXI, está mediada por la democracia, la técnica y las fuerzas económicas. La historia de una sociedad que se reproduce como dominio lo envuelve en una malla de mediaciones que lo comprometen a definirse en un proyecto irracionalista, político y económico. Al igual que las figuras alegóricas medievales, obsesionadas con la muerte, se acerca a la temporalidad para dejarse particularizar en la propiedad de Otro para un presente inequívocamente ajeno. A los muertos de los pobres de la ciudad de Detroit, los envuelven en un saco de plástico y los dejan expuestos indefinidamene a los servicios del municipio. No tienen dinero para pagar los gastos del entierro. No tienen capacidad para apropiarse del finalismo oscurecedor de la existencia de los familiares. Su herencia del mundo se concreta en la indiferencia. Se señalan a sí mismos en las máscaras equívocas de sus subsidios de desempleo. La peste de la crisis económica arroja a los pobres a las fosas comunes y a la hipocresía de la comunidad. El caballero medieval observaba de reojo a la muerte caminando a su lado. Rezaba con fervor por su salvación. Era un individuo solitario, debatiendo la duración de su existencia ante el azar. La coeternidad del caballero con la estrategia de los jugadores de una partida de ajedrez. Todo individuo se adhiere a las fabulaciones de la vida como acertijo. En la extrañeza de la coexistencia estampillada está la aventura existencial. Su ser está en el mundo con la nítida experiencia de su dependencia ajena, sea de la Naturaleza o de la historia de las fuerzas dominantes. No cesa de caminar buscando un lugar de descanso a su cansancio. No suele encontrarlo. El individuo actual cada vez más es un viajero ocasional en las terminales de los aeropuertos. Esperan "despegar" ante una situación insostenible. A su alrededor están los sujetos que se amontonan en la ceguedad de un destino coexistente a la incertidumbre económica y emocional. Como Orfeo caminan, por los paisajes de amor y sombras infernales, en los paisajes de las urbes. en los espacios donde sólo habita el olvido. Las dudas pascalianas de la apuesta por la existencia de la felicidad eterna lo encogen en un sueño desvelado sobre la contingencia de su futuro. Es un ser sin historia. Camina fatigado sin camino. El dolor se simula a la esperanza de la oportunidad ciega, que debe llegar como la lluvia de otoño. El aliento cansino entibia la esperanza. Los maniquíes fascinan por su indiferencia a la mirada del Otro. Les falta la historia de la vida. Dentro de los escenarios-escaparates se detiene la somnolencia de imágenes publicitarias, revestidas de desmemoria. Están ahí, pero no transitarán sobre las huellas de la memoria. Sin pasado la existencia se prende a las luces publicitarias de la ausencia. A pesar de la fatiga, el viajero anda en la soledad de su precariedad en las desventuras migratorias de los desafortunados. La necesidad de la supervivencia empuja y detrás de ella están las cabriolas de Chaplin en Tiempos Modernos. El hombre y la máquina en la angustia de vivir para la caducidad y la obsolescencia. La trayectoria de vivirse alejándose del tiempo presente. Viaje al fin de la historia y de la angustia.En los ojos del buey ha llegado el mediodia.

sábado, 11 de julio de 2009

En los ojos del buey (2)

Hay un cuadro pintado por Pablo Picasso: “El niño enfermo” de 1903,una obra centrada en período azul en París a fines de 1901. El tema del cuadro es el de una madre, casi adolescente, que apoya la parte derecha de su cara en el lado izquierdo de la cabeza de su hijo. El niño, de ojos expresivos, quedamente fijos, abiertos a la necesidad, formalmente fijado a la diagonal derecha de la composición. La mano de la madre protectora, defendiendo del frió al niño, sus dedos grandes lo cubren y a la vez establecen la decisión de una voluntad sumida en la defensa de la vida ante la agresividad exterior. Ambos están envueltos en el ropaje tenso. La mano de la joven madre aprieta el lazo de la toquilla para proteger al niño del frío. La toquilla y la mano envuelven la cabeza del niño, pero descubren vehemente las facciones. En exterior de la pintura, la inhumanidad anónima, que debe pasar por delante, depositando la indiferencia de las miradas extrañas, que los determinan como objetos exteriores. Los ojos de los Otros ajenos, cedidos del infortunio de sus proyectos fracasados, cargados con la sumisión del vasallaje del salario, con la sumisión al azar de la comodidad. Tanto la mirada del niño como de la madre joven se dirigen hacia un espectador delante del lienzo, escondido, que los contempla. No importa quién sea el espectador del cuadro, el cuadro es un espejo que refleja los espectadores que nunca se ven. Somos nosotros.La expresión plástica de una situación ausente. Habrá múltiples asistentes, que se detengan delante del cuadro. Los concurrentes de la historia visual del cuadro, que habrán de estar delante de esta joven madre que protege la vida de su hijo. Al igual que las madres de los etíopes protegiendo la agonía de sus hijos. El público del cuadro es a la vez espejo que refleja la realidad exterior. El visitante ocasional será un testigo de la intemporalidad del cuadro. Los individuos son testigos de su tiempo, sin llegar a penetrar en el significado de su propia autenticidad, ante el peligro de la necesidad ajena que los implica. El presente se engancha mediato a la urgencia del olvido. Seres de instante presente, al igual que animales angustiados que se acercan a la incertidumbre del proyecto humano, enrejado en su pasión momentánea. La mirada de la madre y del niño está en los ojos ciegos de los Otros, que los contemplan como objetos que transitan por un presente habitual. Los espectadores pasan delante de la escena distanciados de la fe. Hay en ellos, una conciencia que esconde la verdad bajo el pretexto de que el infierno está en todos. La mirada del niño se adormecerá con el calor corporal de la madre. Este cuadro de Pablo Picasso expresa plásticamente la precariedad de la supervivencia de la madre y el hijo en una sociedad que avanza a su destrucción. La pandemia del hambre y la enfermedad de la sociedad, que se clava en los seres desprotegidos y aislados. La madre muestra la resistencia de la vida heroica frente a la vida deshumanizada. Los cuadros renacentistas de la Virgen María joven con el niño están preñados de símbolos premonitorios que los fieles conocen. A su saber recóndito, le emociona el acompañamiento de la compasión ante el destino religioso prefijado por la redención. El sufrimiento de la Virgen María es símbolo de salvación para la pasión del espectador. En la maternidad del cuadro de Pablo Picasso no hay ningún simbolismo místico, por cuanto el sufrimiento no es redención posthistórica. Los modelos del cuadro se detienen en las coordenadas del infortunio de la existencia en un presente absoluto. Es un dolor sin posthistoria. Exclusivo sufrimiento incierto, incrustado en el presente que produce relaciones de dominio. La maternidad de Pablo Picasso es la soledad de la certidumbre del ser sumido en la desigualdad del nivel de supervivencia. ¿Qué espera la madre? El milagro de la protección al hijo. Está sola. Su soledad se llena de las posibilidades conjuntivas del compromiso moral de la sociedad. Pablo Picasso comprendió que el compromiso puede quedar en la soledad que devuelve la interioridad de la mirada. La penetración de la verdad histórica no libera a la madre ni al niño de las contingencias de su precariedad y abandono. Aún mueren millones de niños de hambre al día en el mundo. La vida del indigente está en el naufragio de la indiferencia. El cuadro está pintado en 1901 en París. Un momento en el París prebélico, de la sumisión del ser abandonado a la fragilidad de la muerte manipulada. En el envolvimiento protector de la madre al hijo está la totalidad de las condiciones objetivas del exterminio del año 1901 a 1918. El comienzo de un nuevo siglo que emboca la miseria urbana de los abandonados. La certidumbre del presente histórico determina la exterioridad fría de la existencia de la madre y del hijo. Su resistencia al mal se eleva, en las no miradas de los personajes, ante la temporalidad de un nuevo siglo, que trae los presagios del genocidio para los abandonados. La desesperación de los desheredados es el relato testimonial que la salvación no pende de la mirada de los Otros. El cuadro picassiano se abalanza sobre el espectador para exigirle las preguntas a las miradas de la indiferencia. Le pregunta si la sociedad de 1901 será capaz de racionalizar la necesidad de las masas sociales marginadas. Si se debilitará la represión de la fuerza del hambre y de la organización estatal autoritaria. En este comienzo de siglo XX se sabe que la voluntad de poder, de las fuerzas nacionalistas y militarista europeas, llevarán a las poblaciones hambrientas y abandonadas a la Primera Guerra Mundial. Integrarán a las masas de población en la desesperación de la manipulación nacionalista, a la escasez y a la inseguridad de las paranoias de las minorías partidarias de la jerarquía de dominio, que controlan el monopolio del poder del Estado como la fatalidad de la guerra.
“El niño enfermo” de Pablo Picasso es la obra pictórica de un artista que se compromete en la desesperación de la pobreza. El testimonio del cuadro es actual. Aún no se ha encontrado respuesta a la indigencia generalizada. El hambre y la enfermedad integran la continuidad de las masas sociales residuales. Ahora ya se conoce la ausencia del milagro y la ausencia definitiva del ser de la autenticidad por la mirada ajena. La universalidad de la indigencia no se acorta. El respeto por la vida ajena se establece en los esfuerzos de una minoría de absoluta entrega: la muerte y la vida de Ferrer atestiguan la voluntad de un grupo que salta del modelo asiático al modelo de producción científico para las masas de los parias atrapados en la casta. El proyecto de la vida por la producción de las condiciones objetivas no es una fábula obsoleta. No es una mirada, sino una praxis del conocimiento y la solidaridad. La maternidad picassiana es sobrecogedora en su ciega soledad. El cuadro persigue la mirada responsable del espectador. Está buscando el apoyo mutuo de la solidaridad. Lo que define al hombre como hombre es su capacidad de generalizar su humanidad como apoyo mutuo. El ser del hombre está en la solidaridad. Si la solidaridad no es general, no hay solución a la organización exterminativa de los indigentes asalariados o de los abandonados. No la caridad, sino la organización de la producción. El individuo debe estar dentro de la moral kantiana, que toma como fin incondicional la existencia libre y real del Otro. La madre adolescente del cuadro de Picasso sabe que su vida no depende de de ella. No es libre. La pobreza de su hijo la atenaza al imperativo de la mendicidad. Su necesidad es humana, y la situación de la sociedad inhumana. Ella expresa la precisión de las desigualdades provenientes de una sociedad, interpreta al individuo como a una máscara. Esta obra formalmente clásica nos lleva a la revelación del contenido desesperado de la pobreza. El pintor se siente tan conmovido, por esta situación de desamparo, que extrema la formalización de la belleza plástica. La utopía, la pasión de la juventud del pintor, quiere que la sociedad del inicio del siglo XX transite sobre la comprensión de la necesidad y la humanidad. La madre del niño enfermo está sola. La Primera Gran Guerra mundial debió llevárselos del mundo. El cuadro de Picasso los ha dejado en la plasticidad del arte, en la memoria de los cuadros que nos acompañan por las elecciones visuales. Un cuadro de presente inmediato que sitúa los modelos en una continuidad del dolor en la historia. La memoria de la historia trae la grafía de las situaciones pretéritas. El pasado trae la evocación de haber vivido. La memoria cuelga a nuestra espalda. El período azul del Picasso es un extremado compromiso del artista con la elección de los temas de la crueldad. En el cuadro del “Viejo hebreo” de 1903, está la premonición exterminativa de los guetos del siglo XX. Estos cuadros icónicos, que la conciencia guarda de las discontinuidades del amor y el tiempo, hacen del no ser del hombre en un ser que mora en el compromiso de la solidaridad.

sábado, 4 de julio de 2009

En los ojos del buey (1)

El flujo del tiempo va sedimentado el sinsentido de los acontecimientos sociales pretéritos. Para la fenomenología filosófica las cosas tienen que ser separadas de ellas mismas, puestas entre paréntesis para hallar su sentido en construcciones imperativas de la reflexión. Al tiempo de la historia hay que insuflarle una memoria con el fuelle intencional de la conciencia lúcida. Ahora hay un tiempo histórico sin memoria ni culpabilidad. En las reflexiones de Dostoievski se puede hallar el camino infernal del fracaso del albedrío como el origen de todas las perversiones de lo demoniaco. El pensamiento angustiado de Dostoievski es una descripción de la intencionalidad de una conciencia, que sustituye la responsabilidad de los actos del individuo reflexivo por el mal metafísico de un individuo ausente de la mirada de Dios y luego por la relación inerte, de esta ausencia, entre culpa y redención. La reflexión del individuo es el juego inútil de lo demoniaco en un sujeto que al final espera ser redimido de su culpa. Pero la culpa metafísica es la sensación de la nada en una reflexión inútil. No hay memoria en el presente radical de la culpa y la redención. El presente es el instante de la conversión trascendente. En los ojos del buey sólo está el surco que tiene que abrir. Se agobia con un destino a cuyo extremo está la fatiga definitiva. No espera. No tiene futuro. Sólo tira del arado para abrir el surco entre las piedras y la tierra seca. En los ojos del buey no hay ni culpa ni redención. Carece de conciencia para establecer una relación metafísica entre la reflexión, el pecado y la redención. Tira del arado y del hambre del campesino. El tejido entreverado de tiempo pasado no persiste en su presente. La astucia de la desmemoria individual es alcanzar la inutilidad del pasado. En un proceso de cambio el individuo se transforma, se vuelve intensamente anónimo, para carecer de la responsabilidad del pasado. La memoria manifiesta la praxis de habitar y deshabitar en las relaciones sociales como un compromiso de lo humano. El tiempo histórico fluye por las rendijas asfixiantes de los respiraderos del metropolitano en la caída de la Unión soviética. Los niños sacando las manos por ellas para implorar su salvación a la condición humana de la responsabilidad y la culpa. Si la ventana de la historia se abre, ahora entra una luz otoñal. Es una época histórica estancada. Esta luz otoñal se queda en los medicamentos depresivos de la desmemoria. Ella libera de la culpa interiorizada, del acierto o desacierto de conocerse culpable, en el miedo de los espacios infinitos pascalianos. La paradoja pascaliana de hacer del hombre mitad ángel y mitad bestia. Siempre ángel y siempre bestia. Un hombre carente de un porvenir histórico y cargado como el buey del porvenir metafísico de la apuesta sobre la existencia de Dios. Una puesta de salvación ante la Nada. La apuesta es un no y sí, a la vez. La paradoja de todo individuo que calcula su destino en la reflexión de los espacios infinitos de la física cartesiana. La sociedad se deja caer en la desmemoria de sus sentimientos de finitud. Sólo tiene tiempo para sobrevivir en las leyes económicas de la formación de ofertas y demandas, acumulaciones del capital e incrementos de productividad, de la contraposición entre la superproducción de valores de uso, al nivel de la crisis, y el subconsumo de las masas sociales a precios de mercado monopolista. La contradicción entre la riqueza de la producción y la marginalidad de las masas sociales a niveles de ingresos bajos. El sueño del delirio metafísico de las masas monetarias lanzadas al mercado financiero está cubierto de soluciones retóricas, de tasas de interés para masas monetarias-papel, en circulación, sin oportunidades de inversión ni de creación de empleo. El sueño aprehensible de los mecanismos de producción de dinero metafísico, se adhiere al simbolismo de la matematización de la causalidad de los fenómenos mensurables. Las leyes matemáticas de las correlaciones fenomenales. Este gran vacío de la precariedad del individuo perdido en los enlaces de la necesidad y el dinero. Francis Bacon (1909-1992) es el pintor del vacío deshumanizador, que padece el miedo interiorizado de una época que transcurre por los pasajes innominados de dos guerras mundiales, la guerra fría y la formación de los imperios financieros. Francis Bacon siente el delirio del miedo. El miedo del individuo, en la angustia metafísica de explicar la soledad del amante y de sujeto amado. Apartándose del mundo, Francis Bacon reinicia una incesante marginalidad del monólogo plástico, que rehace la relación de la orfandad y el amor, del dolor físico de la finitud de la experiencia amatoria. Las figuras tumbadas de Francis Bacon están en un laberinto de espejos deformantes. El gran vacío de la realidad social, precariedad de la existencia marginal, deformación plástica de los personajes de Francis Bacon, que los rehace, los despedaza para atribuirles otra objetividad. La duda y el alcohol desnudan la coherencia y ciegan la certidumbre de la culpabilidad, que desencadena la oscuridad de lo inhumano. Igual que el Gran Topo kafkiano, la incertidumbre se abre para adquirir la generalidad de la alienación y del orden autoritario de jerarquía. Los modelos de Francis Bacon implican la destrucción física y psicológica del individuo atrapado en el juego de los espejos. El espacio se estrecha y el tiempo se abre amarillo como un girasol. El individuo se inmoviliza en la desmemoria. Su cuerpo se esconde en la uniformidad anónima de las habitaciones de pensión, que se fijan al cuerpo desnudo, sobre una mesa de cristal, en un espacio y tiempo irreales. Las percepciones del delirio alcohólico que se revelan en las deformaciones de las manchas de humedad de las paredes sórdidas. El alcohólico se aparta de la realidad para padecer la opacidad del sufrimiento. El tiempo se sujeta a la incoherencia explicativa de la finalidad irracional, del límite absurdo de la esencia del tiempo en el mundo transgredido. El tiempo irreal se sostiene en el alojo del destino. Hay que soportar el espacio y el tiempo habituales. La soledad sin historia del individuo echado en las mesas de cristal. El naufragio de ser humano, a través de la transparencia que sobresale del tejido de la existencia. La vida es un ahí transitorio en la voluntad de Otro. La objetividad se destruye en la continuidad de rehacerse en el peligro de no ser. Se escapa al tiempo por la ventana ciega de la irracionalidad. No hay luz que envuelva la pasión de existir como en los dioses, que desconocían la fatalidad. No había arrepentimiento en la dicha de los dioses. Los dioses castigaban sin que la víctima supiera los motivos con los que se llega a la culpa. La existencia de la jerarquía de poder ignora la culpabilidad. Los dioses persiguen la belleza entre los reflejos alucinatorios de la redención de la culpabilidad. El grito sin la racionalidad de los fines, que se interioriza como desmemoria de la facultad de enlazar el lenguaje al sufrimiento. El hombre se queda en los significantes de su destino, y solo ante el significa angustiado del grito. Delante de la experiencia de lo vivido va pasando la gente anónima, las fechas solemnes, la medianoche, su hora fatal, los murmullos y los zureos, el devenir, de lo que uno verdaderamente resulta ser. Detrás de la simulación de lo inhumano hay alguien que respira fatigosamente. Se desconoce su identidad. Está ahí sólo para abrir la ventana de la historia. Habitarse es poseer la necesidad, el acompasado galope del compromiso de la pasión de estar en el mundo. El buey sigue tirando del arado. Pronto estará en el ocaso. En su mirada está el vacío de la finalidad.