miércoles, 23 de diciembre de 2015

El Superyó y el espejo.

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Para Aristóteles hay correlación en la decadencia del cuerpo y de la mente. La degradación del cuerpo conlleva los grandes agujeros amnésicos en la memoria. El lenguaje se aleja de las cosas y las entrega a la confusión del significado y el significante del signo. La mente como un radar de signos busca incesantemente la relación necesaria de las palabras y las cosas. El significado se ausenta y los sonidos de las palabras no lo asocian. Se detiene el vigor del cerebro y las palabras  chorrean sobre la pátina del cristal asociativo del signo lingüístico. La antesala del límite incoherente es mascullar palabras ininteligibles, que escurren sobre las cosas que  no soportan la funcionalidad de la voluntad verbal y del concepto.
Si no hay palabras que den coherencia al tegumento existencial, se flota en una burbuja de sensaciones degradadas de conocimientos. El lenguaje no refleja la materia. Entre ellos se establece  la decrepitud del tiempo lenguaje-materia, que acumula metafóricamente el polvo sobre la alfombra raída del lenguaje-olvido. Es un momento-tiempo límite con cicatrices traumáticas  sin memoria y  lágrimas, en unos ojos secos que no dejan de percibir  colores y rostros difusos y el balbuceo de las cosas y la palabras. La esencia no está unida inseparablemente a la materia-palabra desde este momento-tiempo. Aquello que determina la condición mental del hombre no se une a la materia-existencia. La degradación de la materia conlleva la degradación de la mente.
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Hay una pregunta encerrada entre corchetes, cuya respuesta nunca es dada por el sujeto a quien se le pregunta. El monólogo interior de sensaciones e inconexiones oracionales se envuelve en una espiral de sensaciones múltiples y discontinuas. Se construye inconscientemente para formar una pregunta por el sentido del mundo en el lenguaje, que cierra el soy yo ante el mundo del Otro, y queda el incesante  monólogo interior de la incoherencia inconsciente  que busca el mundo sólo por la palabra.
Se diría entonces soy sólo la mirada del otro en la mirada que yo miro. Mi existencia es una constante adherencia a las palabras y a los gestos que otros dicen y hacen. Si hay delante de mí un signo habré de deducir de ello qué yo no soy, porque ya soy un pretérito de mí en el vació del futuro. Tendré que encontrar la esencia de mi ser montando piedra a piedra las miradas ajenas que me dan mi consistencia. Soy lo que vosotros habéis hecho de mí y me habéis dado nombre moral como si éste estuviera tallado en la corteza dura de la supervivencia de los demás. El terror de haber sido calificado para un ser un ahora moral o inmoral como un absoluto. El pasado tiene la utilidad  de la moral ajena asumida como propia. La culpa y el castigo sobre el individuo marginal por gente que asignaron creencias y opiniones históricas sobre el castigo que aporta ser un mal atribuido en totalidad de lo ajeno. Yo soy lo que vosotros habéis querido que sea. Si es así, yo soy un no ser-hombre que debe ser castigado por el no absoluto del mal. No me libraré de mi angustia, sino aceptando el mal como futuro ajeno.
Hay angustia de ser lo mismo en el pasado y  en el futuro sin variabilidad. Mi yo es vuestro yo.  Liberarse de yo de los otros, llevó a Aristóteles tras su huida de Atenas, a declarar que no veía razón para  dejar que  Atenas pecara dos veces contra la filosofía en referencia a la muerte de Sócrates. Dejó la ciudad y viajó a Calcis en la isla de Eubea donde murió al año siguiente. Yo soy lo que vosotros habéis querido que sea.
 La culpa ajena sobre mí. Los otros castigan al yo del que he sido nombrado. No se resiste al yo ajeno, sino huyendo a la marginalidad de un no-yo sin memoria.
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Este yo culpable en su inocencia proviene de la mirada del niño en el espejo del Otro. La niñez es una mirada en un espejo que muestra a los Otros.
 Esas miradas esquivas de los Otros que desaprueban la conducta impropia y causan unanimidad de odio y culpa del inocente. Intencionalidad ajena para interiorizar la culpa en el individuo que carece de su yo único. El niño delante del espejo moral es una mirada ensimismada, que carece  del concreto mental para conocer  la tortura real del Superyó - tótem en el universo de la crueldad.
Yo vivo en un gueto que habrá de concretar mi yo existencial prestado y dependiente  de la crueldad legal y la locura psiquiátrica A veces el espejo superyó- tótem no está azogado ni oculto de la red punitiva. Un tótem-gente con entrecruzamiento de crimen y falsa  redención.  El yo de una sociedad autoritaria que procura hacerse visible en las relaciones de explotación jerarquizadas de clase social.
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Pero la pregunta salvadora e inevitable del yo- inocente nunca salta por encima del terror. ¿Ese niño culpable soy yo? No era un este niño soy yo, sino un ese niño ajeno que miraba el espejo- tótem que debía convertirse en conciencia ajena, está en un yo enmarañado, símbolo de un gato-niño que madeja un presente sin finalidad.
 El presente absoluto del niño no admite ni pretérito ni futuro. Es una oración que revierte al pronombre personal de primera, de un yo que habla con un Ese reflejado en un espejo. La confusión del yo es su fragmentación en el espacio- tiempo. El espacio de la negación de la historia como devenir y el tiempo homogéneo y fluyente  de Heráclito, que admite identidad en el devenir. La pregunta de la identidad en el yo y del yo- otro remite al inicio de las sociedades y familias autoritarias.
El gran Superyó autoritario y la sumisión familiar consentida a la autoridad. Un Superyó - tabú y el azar de encontrarse en una de sus hendiduras de fuera del espejo. La contradicción del Yo-tabú paterno y la imagen que debe construirse del yo a través de la negación del Padre- espejo social.  El gran trauma de la negación de Padre- Tótem, exige la afirmación de la Nada y el riesgo del no ser. El salto de elegir el yo creador o el yo imitado. Una larga lucha psíquica entre la enfermedad mental y la razón crítica de la desobediencia autoritaria. Tener autenticidad marginal fuera del espejo del tótem  social, maestro manipulador de agresiones  totales.
La negación de la identidad primera de la imagen del espejo social. La identidad del yo se hace desde la absoluta inseguridad de quién eres. La esencia no se da en la existencia inmediata. La existencia se hace antes de la esencia. La existencia se retira del espejo para negar su imagen, que no precisa de una mirada exterior ni de un espejo manipulado por los que retienen la añagaza del poder permanente.
A este yo vacío de contenido se presenta un destino ensimismado por la preocupación de sobrevivir. Sobrevivir en el juego de la luz y la negación del espejo. Había que arrojarse fuera de la imagen reflejada para encontrarse dentro del mundo auténtico de los valores no admitidos  y de convertir el yo en la no mirada de no Otro. Estar fuera de la mirada reflejada por  el riesgo del yo abandonado.
El Uno es un no ser experiencia mediadora de los otros hasta llegar a un enclaustramiento explosivo de su Nada y el Mundo. El Mundo no le da contenido a la nada del yo. Entonces el yo consciente se vuelve confuso. Para salir de este yo confuso, habría que poner entre corchetes las experiencias irracionales y arrojarlas a la trituradora de falsos valores, que se mantienen en las huellas del barro psíquico. La historia oculta de una psiquis que medita sobre el lenguaje o la ingenuidad del yo ritual de supervivencia mediocre.
Se tenía que saber que el yo es una lucha contra la encrucijada del Ello y el Superyó represor.  Lo primero, la encrucijada del Ello y su instinto taponado por el mundo de las cosas y las circunstancias. Había que llegar hasta el absurdo de la existencia para hallar su racionalidad. No sostener el peso del mundo, sino admitir su intrascendencia con la libertad del yo. Las palabras sobre las cosas son etiquetas adhesivas, que nos confirman  la nominación de los valores.
Cuando se encuentra a alguien que conocí hace años, ¿qué encuentro de él en  mi espejo roto o su espejo irreal?. Esa enorme confusión de los seres que muestran su apariencia como un juego de personajes de máscaras. Ahora como seres decadentes en la confusión del tiempo rémora que engancha palabras evocativas, que juegan con lo equívoco de si eres tú cuando yo no existía en tu espejo. No hay comunicación del presente y el pasado, salvo la sonrisa burlona del apóstata. No hay fe en un puzles de signos  que pretenden encajarse en un tiempo hechos de retazos de olvidos.
 Las palabras no reconstruyen el pasado, porque el pasado no contiene descargas  emocionales. No hay conexiones de recuerdos y emociones. No se resiste el equívoco del  tú eres, porque yo recuerdo. La  no identidad del Otro rechaza lo que predica la memoria. Yo soy en el presente que vive. Lo demás son desconocidos con el balbuceo que desconoce el devenir, usando el escalpelo de las palabras  vacías de signos.
 La  duda de mi existencia o está difusa en el mundo o es  lenguaje trascendente del valor humano por temor a la Nada de la muerte. El tú y el yo se miran según la cercanía de uno y otro a la muerte. La identidad de durar está en los ojos que se miran en un espejo buscando la respuesta al límite natural o místico de la muerte. El comienzo de la mirada en el espejo está en la sorpresa  de hallarse con un Superyó reflejado en un espejo.

¿Quién fue el sujeto anónimo que mostró mi yo en un espejo? ¿Fue el mal sin identidad o la necesaria catástrofe de vivir, porque otros apostaron por tu vida? No hay respuesta para un yo que se hace cuando está mirando. Las respuestas implican el conocimiento del relato no convencional de la copia social, un sobrevivir a un mundo-tiempo al que se ha sido arrojado. Un Mundo que exige la autenticidad de un destino moral sin trascendencia, que se aliena en lo imaginario de la duplicidad del yo y el Superyó. Todo en  un adiestramiento  de conservar la vida pegada a la supervivencia. Los hijos de Caín con un Dios que se ha vuelto de espaldas al crimen.