lunes, 18 de abril de 2016

Murillo: las mujeres en la ventana.

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La sociedad del siglo XVII es una sociedad estrictamente regulada por las instituciones religiosas y el poder secular del Estado absolutista. La religión y el poder absoluto de la ideología monárquica y por otro, la ideología religiosa subsumida en el autoritarismo de la fe en la providencia y las reglas de obediencia a la jerarquía teologal del alto clero curial.
Ambas ideologías piramidales determinan la enajenación del pueblo-nación en la autoridad del Estado y su comportamiento religioso, aditivo de la salvación post-mortem del cuerpo y el alma. Las ideología de unidad del pueblo-nación racional-legal. Y la ideología religiosa de salvación personal, dentro de las instituciones de la Iglesia católica  dan contenido a la sumisión de las masas populares a ambos poderes. La monarquía  absoluta  y la jerarquía  papal introducen el sometimiento de la masa social al poder estatal y eclesiástico. Monarquía y papado subordinado dogmatizan las relaciones sociales de los compartimentos estructurales económicos, políticos y religiosos del siglo XVII.
El arte barroco como instrumento de de dominación de clase reproduce a los valores normativos de las regiones ideológicas de poder aristocrático y poder eclesial.
El arte visual del período barroco y se mueve dentro del naturalismo caravaggiano en declive, la conversión de las formas artísticas a la significación política del enfrentamiento de los privilegios de aristocracia y burguesía ascendente del mercantilismos y las luchas religiosas de Reforma y Contrarreforma, soterradas en la expansión territorial de los Estados absolutista.
El arte del periodo barroco da significado visual a las relaciones sociales dramáticas y al pesimismo racionalista cartesiano de la duda como método del conocimiento, ante las incesante guerra de los Treinta Años, que conllevó la destrucción de las tierras de labor, el comercio terrestre y al enrolamiento de masas de población en tropas mercenarias, que asolaron las ciudades en busca de pillaje. Luego vendría las pandemias de hambre, peste y miseria de supervivencia. A la vez que los períodos de enfrentamiento nacional militar avanzaban y retrocedían, los cortesanos visualizaban su ideología divinizando el poder absoluto, uniformizando los cánones del arte profano. Mientras la autoridad de la Iglesia  lo hacía con el arte religioso. La dicotomía de arte profano y religioso adquirió caracteres de radicalidad de clase. Las academias dogmatizadas de Luis XIV se oponían a la innovación si esta no entraba en las reglas de la grandeza y exaltación del absolutismo. El papado se aferró a las normas pictóricas dadas por los teólogos tridentinos que perseguían un arte censurado ante las desviaciones de las formas y contenidos  de las artes visuales y los textos bíblicos. La demanda se creaba alrededor de los centros de poder  de la corte y la Iglesia.
 El arte debía exalta el poder del Estado y de la religión. La iconografía religiosa se debía  a un sentimiento religioso y la ejecución artística correlativa de santos y paisajes bíblicos, que podía influir en el fervor devocional de masas sociales, estremecidas por la tragedia de la vida, las pandemias infecciosas y los ciclos económicos decenales agrarios de rendimientos decrecientes, depreciación de la moneda y subida de precios, de bienes de consumo inmediato para pobres y de bienes de lujo para los grupos adinerados de la aristocracia y el alto clero. Los salarios perdieron  valor adquisitivo por la depreciación del dinero y con ello un bajo consumo de alimentos y el acortamiento de la longevidad. A esto se debe añadir, como se mencionado más arriba, las guerras incesantes de las monarquías absolutistas que ocasionaban la destrucción de los circuito internos de producción y circulación económicos. Se acentuó la emigración de los campesinos a las zonas urbanas  por la presión fiscal del Estado y de la Iglesia y el miedo al enrolamiento militar mercenario. Rendimientos decrecientes de la tierra, subidas de precios tanto por la baja oferta de producción artesanal y agraria como por la depreciación del dinero monetario en los salarios, ganancias y precios de inflación daban el resultado  de hambrunas, peste en las ciudades y el terror  a la finalidad de la vida para la muerte, que la religión debía cubrir ideológicamente por la exaltación de la piedad de resignación, ante la fatalidad del poder político y de la irracionalidad fatídica de los ciclos económicos naturales agrarios y militares junto a las pandemias infecciosas.
La ejemplaridad  que debían suscitar los pasajes bíblicos, la vida de los santos, mártires de la fe, los  sermones y el temor a la muerte, habrían de disciplinar las protestas populares del bandolerismo campesino y a la ideología de la igualdad de los evangelios de los pobres.
La culminación del sometimiento al Estado y a la Iglesia se cumplía cimentando la subjetividad nerviosa del miedo inyectado en el conjunto social. El individuo y la masa social padecían cotidianidad, sublimando la inseguridad material del hambre y la violencia, en el pueblo-nación  y en la piedad de salvación trascendente a la que obligaban  la violencia de las instituciones políticas y religiosas. O eres un individuo integrado en la ideología dominante o eres un individuo al que se castiga por herejía. La aceptación de los mandatos de las jerarquías de poder llevaba la resignación finalista de obedecer para sobrevivir.
La existencia individual se entregaba a la obediencia de prácticas sociales, los actos de la voluntad de vivir dentro de la enajenación ideológica. Los moldes de arcilla ideológica sobre la actividad humana. El acto de hacer estaba enajenado por una ideología activa. La ideología se vuelve una fuerza material inconsciente,  que coacciona el comportamiento de los actores sociales del vivir.
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La pintura de Bartolomé Murillo ejemplifica el éxtasis de la ideología religiosa de su tiempo, introduciendo la resignación de la sonrisa de los niños pobres, las vírgenes adolescentes, en las penalidades de una cotidianidad sumida en el hambre y la resignación. Los niños pintados por Murillo están siempre en la precariedad de la indigencia. Ahora tan cercanos a los niños abandonados de los países no industrializados o emergentes.  
Hay un cuadro de Murillo:" Las mujeres en la ventana", que ejemplifica una historia trágica sevillana de alcance. La historia esencial de la epidemia de peste en la ciudad de Sevilla de 1649. Murió la mitad de la población. Se perdieron miles de inmuebles por abandono. Los gremios de artesanos y comerciantes quedaron mermado o destruidos. Las arcas municipales quebraron y la mendicidad se apoderó de los barrios pobres. Es cuadro de escasa demanda eclesial que debió pintar Murillo para comerciantes extranjeros del barroco holandés y el pintor estremecido por la presión de la tragedia social.
Las mujeres en la ventana se muestran a la luz de la ciudad. Un nuevo día sevillano. Ya comienza el bullicio de bestias y carros que buscan las callejuelas que llegan a la calle Feria. Detrás de la ventana, el claroscuro de la luz del día que penetra por las rendijas de las hojas de la ventana. La gente que está dentro de la habitación se echaron a dormir en jergones, colchones rellenos de paja y hojas de maíz, que  endurecen con dolor el cuerpo tendido. El claroscuro entinta de franjas grises las paredes y los escasos muebles. Alguna porcelana en una estantería, algunos cuencos de blanco grisáceo. En una pared lateral  cuelga de una alcayata un espejo que refleja la cara, los ojos y el pelo. Cuando entra la luz se vuelve brillante y delatador. La ventana ahora está abierta y ahonda el contraste de luces y sombras. Hay dos mujeres que trajinan de aquí para allá para ordenar el cuarto. Las dos    son una madura y la otra joven. La joven se apoya en el quicio de la ventana, retadora y sonriente, la madura se cubre media cara.  Murillo no pinta el motivo por las que ambas  se presentan sonrientes. Lo oculta en lo indefinido de las no presencias. De ellas, de las mujeres, se habla de su forma de sobrevivir en el pecado de la carne. Mujeres de trato carnal que se intuye por el apodo despectivo  de su trato carnal para denominar el cuadro con la denominación de las gallegas.
Cuando se asoman por la ventana entran en el juego de la alegrías  del ver lo que otros no ven. Murillo nos dejó un instante de la vida cotidiana con sus modelos anónimos.
En la calle y frente a la ventana estaría el pintor que las bosquejaría para luego dejarlas presentes y eternas en un cuadro al óleo. No es un individuo cualquiera es Murillo. Ellas no lo saben, pero pasaran de la inmediatez de los claroscuros de su tiempo al presente continuo de la mirada de Otros que las ven sin ser mirados.  

Un salto de la figuración pictórica de Bartolomé Murillo, que introduce a dos mujeres en la historia  del espectador generacional, que transgrede el presente inmediato del cuadro hasta llegar del siglo XVII al siglo XXI.