lunes, 13 de mayo de 2013

La máscara de yeso y el espejo.


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El individuo es relativo a sus circunstancias. Aquél cuyas circunstancias lo absorben, en la cotidianidad de hacerse así mismo en la inseguridad de carecer, lo vuelven relativo. Es decir, de un tiempo y un lugar concretos. La existencia se hace en las relaciones defensivas contra los dominantes. El individuo no debe esparcir su dignidad en el abandono de la huida, como si ésta fuera la salida de un animal atrapado. Las galerías carcelarias penan la huida del individuo de su condición absoluta, de hombre expuesto a la dignidad del peligro. No es un individuo absoluto, sino mediador del hacer de su existencia. Una existencia que certifica el conocimiento de su destino. El individuo circunstancialmente tensas facciones de su orgullo. El desplante delante de un espejo oval y con una máscara de yeso. La máscara de yeso no es gratuita,  no algo así como un zapato viejo que  se usa o la imaginación mágica de la máscara de oro del déspota Agamenón, el Aqueo.
El espejo oval y el individuo están dentro de la oscuridad de la irracionalidad y del sentimiento, dentro de la alegoría metafísica que augura la historia salvavidas de un destino trascendente. La historia trascendente, un inactual imaginario de penumbra gris, pesadillas, gritos obscenos, puertas caídas y cristales de las ventanas rotas. Entre el espejo y el individuo pudiera haber ratos de desolación, gesticulación sordomuda. El griterío difuso de los discos rayados, las esquilas de los viejos bueyes que cargan con el tiempo pasado, El tiempo que van lamiendo con su lengua áspera el polvo de caminos pegados a los poemas, la poesía de  los caminos de polvo y las alamedas de sucia sangre. Se diría que el paisaje es la intrahistoria de una comunidad devastada por la espada, la liturgia del oro y la palabra musitada que se eleva irreal a la divinidad hueca. La esperanza  sin tiempo se sustenta en el  hacer del hombre al tiempo infernal de los hacedores de muerte. En estas condiciones de abandono, no hay impulso violento que levante la piel de los que se han perdido ni de arañar  el caparazón del indiferente, ni de escupir contra los muros encalados de las premoniciones de muerte. No hay entonces tiempo creativo, porque la  conformidad enraíza ausencias de vida. La ausencia de tiempo está cortada por una serie infinita de momentos instantáneos, donde se percibe la extrema debilidad agonizante de un pájaro, si acaso, las marcas de la tortura, las gomas de las ruedas de los camiones, los raíles del tren. Es un campo de concentración lo que está delante de la imaginación del acto consciente. Los gases tóxicos se mantienen en el agua de las duchas. Se da el instante de la mano del verdugo que abre la llave del gas. La figura que llega del espejo es la del enigma del individuo que se ha escondido por miedo detrás de la máscara de yeso. En él, no habrá una apuesta de permanencia, sino la muerte. Es una apuesta en la eternidad carente de historia. No puede suceder que haya luz. Las huellas de la ignominia  permanecen en la cal húmeda donde las ratas roen cristales de botellas rotas, mezcladas con yeso seco, para evitar que salgan a exterior y muerdan las caras dormidas. Rimbaud escribió un poemario sobre su estancia en el infierno. El infierno está en nosotros. Las grandes multitudes excluidas del siglo XX han estado en el Infierno y salieron de él. En el Infierno griego, los hombres eran sombras de los que habían sido. Jamás escaparían de su estado inexistente. La sustancia del  ser se había escapado como el olor de jazmín. La sustancia del ser es el tiempo. Sin tiempo hay Nada. El gas tóxico fluye hasta el infierno o da su sustancia sombreada a la escritura del pasaje del terror, de hombre sometido al destino del amo. El amo que no deja ninguna página escrita, sino el estigma absoluto de la tortura en la conciencia desgraciada. El llanto oscuro que no se escucha. A veces, en las noches del insomnio largo, llega el llanto del niño torturado. El llanto no define el lugar donde llora el niño. Ese lugar se queda oculto como una quemadura en la conciencia. Nadie verá la quemadura. La vergüenza del individuo maltratado se lleva acaso en la mirada perdida del transeúnte, que pasea las calles de la ciudad. Será ocurrencia que se halle en la mirada del que sufre y en la mirada del que comprende. Los mirlos que llegan por la tarde se detienen en las antenas que comunican al individuo con otra voz desconcertada. La ausencia es la oportunidad de que aparezca el acontecimiento, que determine el grafiti en el muro. Una mancha de color  que emborrone  para que el sinsentido del individuo maltratado aparezca o no. En una situación de final pudiera haber la fuga en un acto radical de dejar el mundo, del que individuo ha sido arrojado para luego ser torturado. La máscara de yeso convierte lo puro en incierto como la repetición múltiple y geométrica del anonimato. Unitaria geometría del desconsuelo, enorme espacio blanco seriado con una aproximación cualitativa que se aproxima al infinito.
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El infinito se expande en los límites del espejo y de la Nada. Nunca se sabrá  si espejo es una categoría histórica de la crueldad o un símbolo que expandió el infierno. La máscara de yeso invita a hablar de seres ocultos que apuestan su riesgo a la  sinceridad. Se enmascaran pudiendo ser en su ocultamiento héroes vencidos. La indefinición es la espera en una esquina de una calle estrecha y larga. La apuesta existencial por un dios enmascara la desdicha del que pregunta, su angustia incesante de querer ser y no ser  en la espera de la salvación pascaliana. La apuesta cínica del privilegio de ganar todo y no perder nada.  La máscara de yeso podría ser el proletario de las minas de diamantes sudafricanas y el guardián que dispara a los huelguistas. Todo confuso. La máscara de yeso en su encubrimiento es una antinomia. En la actualidad, proviene de la falta de verdad que mueve la voluntad del individuo. Pero ciertamente, por historia, a pesar de su ambigüedad, está frente del espejo camusiano que arroja a Calígula a la basurero de la historia. La historia es una penumbra sin sujeto y por tanto la pregunta por la identidad es necesaria.
Aunque la comprensión mental de la realidad implica la angustia y la negación del sentido de la vida, el imperativo moral de averiguar quién está detrás de la máscara implica la sumisión o la revolución sobre el sentido de su vida. En este tiempo presente, los grandes enfrentamientos heroicos se dan entre máscaras de yeso y el lenguaje errático de la rebelión. La solución de la contradicción va desde la máscara de yeso al espejo. Si el individuo rompe el espejo se caería su máscara. Sería la síntesis de ambos. La destrucción de la ideología la encubre la manifiesta ruptura de la máscara de yeso. El espejo sería la ideología y la máscara de yeso, pero también  la posibilidad de la autenticidad humanizada.  La rebelión es un tercer actor, que hace que surja del espejo el significado concreto de la insumisión del esclavo al amo. En la destrucción de la alienación, se muestra el sufrimiento real del hombre.
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La alienación de una máscara es una pieza de cartón, tela y yeso, puesta sobre la cara para ocultar o protegerse de algo.  Sirve para protegerse de un peligro conocido, algo que está fuera y que no capta el espejo. El individuo que está arrojado al mundo necesariamente debe cubrirse con su máscara por el peligro que lo guarda en forma de algo que habrá de suceder y él ignora. Debería saltar contra el espejo y atravesarlo en una actitud que rehúya la unión del ser del hombre con el ser del mito.  Si el mito de la cultura habría de tapar la desnudez de la contradicción del individuo y la cultura, la máscara de yeso ya habrá sido el espejo en una relación social de necesidad y alienación mitológica. Si hay un acaso sería  que la libertad del individuo fuese la máscara de yeso y el espejo que se reflejan mutuamente. Tiene que haber un asalto de la máscara sobre el espejo. Del individuo contra su alienación, de su separación de sí mismo, del ser imaginario que se refleja en el espejo. La ruptura de su alienación debería servir para alcanzar las contradicciones reales que lo sujetan a su máscara y a su imagen en el espejo. Es decir, tendría que hacer su historia económica para alcanzar la producción real de su existencia. El ser real es un ser sin espejos que confirmen su alienación. La simbología del espejo describe los límites de su alienación, que son límites de su realidad. El individuo se enmascara al no reconocer la alienación como efecto de su contradicción real de existencia y cultura. El individuo se quita la máscara y se halla en medio de la autenticidad. Pero a la vez, adquiere su propia responsabilidad de existir sin la mitología alienante del espejo. El peligro no se da en la desnudez, sino en la máscara que espera el ilusionismo irreal del espejo. El individuo sin máscara tiene que producir las condiciones de su existencia, aunque en ella se dé el peligro  de la recaída en la inautenticidad. El ser autentico se lame las heridas de su realidad y no las proyecta en forma de mito ideológico en la reflexión del espejo de la Nada. Tener una existencia propia es saber producirse como realidad. El trabajo del individuo es superar el laberinto de ratón de su situación material y de la necesidad carente, que le origina las dudas del sentido de su existencia. Debe producir su existencia para estar vivo. Vivir es ser capaz de producir tu vida. Ser una producción de bienes que crezcan en un excedente económico social. Una proporción mayor que el propio consumo inmediato. El ser sin máscara es generoso con el esfuerzo de su trabajo realizado. Producir más, con la misma cantidad de trabajo, en el mismo tiempo, en un nivel específico de la situación tecnológica. De esta manera, el individuo se une la técnica y a la productividad y al excedente económico  que transfiere su humanidad a los demás. La tecnología depende de la ciencia, pero la ciencia puede retrasarse, en sus aplicaciones efectivas, por causa de las restricciones ideológicas del mito del hombre cubierto con la máscara de yeso y el espejo mitológico del poder social de dominio. La perpetuación de la condición humana se hace y no se mitifica en el individuo que se ha escondido en la máscara de yeso. Para llegar a la sociedad de hombres sin máscara, hay que abrir la producción de la existencia al conocimiento y práctica-teórica   de las leyes naturales y sociales.