sábado, 21 de febrero de 2015

El éxtasis de las palabras y su tiempo imaginario.


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No hay evidencia empírica del éxtasis irracional. Sólo se manifiesta el monólogo interior de la creación poética. Sólo la polifonía de las voces interiores que cruzan sus ritmos como si fuesen una orquesta de jazz. Las voces poéticas de Elliot laboran y celebran la amargura honesta de la falta de evidencia empírica del sujeto con su objeto exterior. Hay espacio y tiempo íntimos poéticos. Una arquitectura vertical de palabras integradoras, que ascienden hacia los sonidos color de la poesía exasperada de Rimbeau. Las letras poéticas manchadas del color de agua, que reflejan el cielo y los rosetones de las vidrieras góticas, los amarillo de los campos de girasoles de Van Goght, las plazuelas escondidas, que acumulan el tiempo en sus cajitas de nácar. Tiempo familiar y patrio en los versos humildes del humanismo de Giner de los Ríos en Antonio Machado, los caballitos del carrusel de madera de Verlaine, los pájaros inquietos, los álamos rumorosos, las estelas, de la poesía del deseo inmortal  de luz de Juan Ramón Jiménez, los senderos y las fuentes romántica del Carmen de los Mártires en Granada.
Ascensiones en las agarraderas del éxtasis de la palabra vida, en su blancura de espacio y tiempo entrelazados como ramos de cerezas o alhelíes. Pero siempre Un Todo de palabras, que envuelve la imposibilidad de retener evidencias perdurables del éxtasis, que se eleve al instante de la verdad de lo real, de la trascendencia del individuo sobre el tiempo de su cotidianidad. Individuo confuso y herido por los ritos mentales y la cadencia del cuerpo y la mente, hecho afines a la tierra seca y a los soplos jadeantes de  corazón herido que siente el fondo de sus palpitaciones.
 Las sílabas interiores de las voces que se detienen y orillan  en la memoria borrada de experiencias. Siempre este ser arrojado al tiempo cotidiano, obligado a la autenticidad, pero bordeado por extrañas formaciones culturales cínicas y amorales de necesidad y  penuria.
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En este espacio y tiempo interiores, el individuo ansía encontrarse una claridad cegadora del espacio oscuro y de la luz fría, que emiten los objetos de una cultura que afirma la utilidad del ser como una cosa arrojada y manipulada. Hay en la palabra poética espacio y tiempo íntimos que se presentan sorpresivamente al movimiento de las ramas y las hojas de los álamos otoñales. Movimiento sorpresivo que afirma el sentimiento dilatado de la creación de las formas rítmicas sonoras del éxtasis, siempre ausente y siempre presente. Después del éxtasis del instante interior, llega la sequedad, los síntomas alucinatorios de la abstinencia. El ciclo del éxtasis y su abstinencia alcanza la saturación salobre de las palabras remachadas de dolor. Dolor e inconsciencia poética de Allan Poe, expirando en las callejuelas fétidas, olor basura de los lugares marginales, basureros de despiece de las formas del éxtasis verbal, la evidencia contrapuesta del éxtasis que son los gruñidos de los animales hambrientos de su muerte.
Este arrojamiento opresor del individuo expirante muestra la palanca del delirio de los que ya han perdido la belleza de los sonidos y los ritmos de las formas sonoras trascendentes.
La ascensión al éxtasis se retrae a la mirada vacía del individuo herido, que observa, detrás de una ventana sin cristales, el éxtasis vacuo de los ritmos de los versos, la verdad imaginaria perseguida por la ausencia. La realidad de la historia basurero, devastadora en el sucio uso de las bolsas de plástico para guardar los cadáveres de pobres en la morgue de la ciudad de Chicago. El espacio negro de plástico negro, que niega el éxtasis por su carencia de verdad, por su descarado elitismo de la torre de marfil, levantada en el laberinto de ladrillos cocidos de la Torre de Babel, en la ciudad zigurat construida para encerrar al deudor con la cuerda de ahorcado de los préstamos, la obsesiva presencia de la desarmonía de los plazos de cobro y los intereses. Zigurat de la pobreza, filtrada en los narcóticos de las favelas, en el plumaje de las palomas sucias, que se levantan conjuntamente al horizonte gris sucio, contaminado, desde las calles repletas de mondas amarillas, de individuos que viven su desgracia de condenados sin techo, sin esperar otro éxtasis que la falta de dolor, abandono del individuo que encuentran su sentido agónico en el vértigo residual de la pobreza plana, de cuantos  carecen de pan  y de agua.
3
Al fin del deambulatorio de la esperar, el éxtasis de la palabra se aboca a la inmediatez cierta de la duplicidad del mundo real y del mundo imaginado de las palabras enganchadas al tiempo de los ritos agónicos de supervivientes de guetos, en los imaginarios usurarios de una economía sádica del dinero necesario y del dinero usura, fondo real del castigo de una sociedad abismada en la afirmación económica de la fragmentación del individuo en los ingresos monetarios escasos.
El éxtasis de la formas del lenguaje es una estrecha abertura o tal vez la sorpresa de una situación especial que muestra sin máscara el sosegado juego de la ausencia de una visión verbal, entrecruzado de lluvia intemporal  y de lágrimas de ceniza.
La abertura de las formas del lenguaje separara los bordes duros del orden del dominio rutinario o de la voluntad de retrasar el miedo a la nada. La persistente monomanía de los círculos andados por la expresión estética del amor y el desamor en una habitación de paredes encaladas, blancor sobre blancor, hasta el rebote del crepúsculo otoñal.
La abertura del éxtasis oculto por una pequeña puerta de madera, resquebrajada por el deseo de ver donde no se puede ver ninguna experiencia, salvo la brisa en los sauces de las aguadas de los pintores, filósofos taoístas que incluyen el no y el sí en una síntesis interior, aunque en toda habitación de las formas místicas de la síntesis hay una claraboya sorpresiva de claridades  para los solitarios pensadores del equilibrio del no y el sí, a su reflexión de apertura de la paradoja  para ser y no ser en el mismo momento.
En los tiempos de Lao Sé, se vio caer por la claraboya algún pájaro audaz con alas de cera, pero luego su cuerpo caliente y fláccido fue recogido por una mano blanca, de abultadas venas azuladas, flujo lento de la sangre, de restos desgarrados de neumáticos y bolsas de plástico, de naranjas o migajas de pan. Si ocasionalmente se abriera la claraboya por una voluntad de hacer la realidad, las miradas alcanzarán la santidad del filósofo que escribe, sobre los márgenes de las páginas de la Cábala, la posibilidad de penetrar por la luminosidad de la mirada el caer de las gotas de lluvia y las  plumas de pájaros, los insinuados sinsentidos de imágenes bosquejos en las paredes encaladas, manchadas de grises o de mensajes sorpresas que suscitan el intento de descifrar los signos sin sonidos.
 Un signo sin sonido es la sorpresa de hallar el vacío de su significado. Podría significarse arbitrariamente hasta llegar al grueso glosario de un único significado de  arcaico desuso.
 Ya es sabido que las manchas incitan a la esquizofrenia interpretativa de voces interiores, que reprochan la necrosis del yo abandonado a las redes represivas de la inconsciencia marcada como las bestias que cargan con la culpabilidad  de los manipuladores de la ideología moral. La conciencia se engancha a la tortura de  voces borradas, irreconocibles, que podrían ser voces sádicas interiores que exigen la nada. Hay que pasar el dedo índice por entre los resquicios de la conciencia para interpretar la sonoridad de las voces interiores, a veces agudas y otras graves, pero siempre acusativas.
En el espacio y tiempo íntimos, suele haber un estante librería  con libros de páginas desgarradas por las idealizaciones, por antiguas misivas de desencuentros furtivos de amor. Si  se halla el primer libro de dios, de pastas de nácar  y dibujos de lirios, tal vez haya el supuesto de inocencia de que el objetivo único del saber es el hallazgo de  un Dios, descifrado en una hoja seca de papiro que flota en el estanque de los ausentes.

Hay un espacio mental para una vía intuitiva, donde el saber y los estados del yo experimenten la locura de conocer  por las palabras del silencio. Ajenas palabras en todos sus formas, al universo, a las criaturas, a los entes mentales   y todo el conjunto en la propia claraboya de luz dudosa, depositaria de los secretos del Verbo. La luz de la claraboya se enciende y  juega con arbitrarias sombras unitivas del ser y el no ser que demoran el fin del individuo y sus ritmos verbales imaginarios.