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No hay evidencia empírica del
éxtasis irracional. Sólo se manifiesta el monólogo interior de la creación
poética. Sólo la polifonía de las voces interiores que cruzan sus ritmos como
si fuesen una orquesta de jazz. Las voces poéticas de Elliot laboran y celebran
la amargura honesta de la falta de evidencia empírica del sujeto con su objeto
exterior. Hay espacio y tiempo íntimos poéticos. Una arquitectura vertical de palabras
integradoras, que ascienden hacia los sonidos color de la poesía exasperada de
Rimbeau. Las letras poéticas manchadas del color de agua, que reflejan el cielo
y los rosetones de las vidrieras góticas, los amarillo de los campos de
girasoles de Van Goght, las plazuelas escondidas, que acumulan el tiempo en sus
cajitas de nácar. Tiempo familiar y patrio en los versos humildes del humanismo
de Giner de los Ríos en Antonio Machado, los caballitos del carrusel de madera
de Verlaine, los pájaros inquietos, los álamos rumorosos, las estelas, de la
poesía del deseo inmortal de luz de Juan
Ramón Jiménez, los senderos y las fuentes romántica del Carmen de los Mártires
en Granada.
Ascensiones en las agarraderas del
éxtasis de la palabra vida, en su blancura de espacio y tiempo entrelazados
como ramos de cerezas o alhelíes. Pero siempre Un Todo de palabras, que
envuelve la imposibilidad de retener evidencias perdurables del éxtasis, que se
eleve al instante de la verdad de lo real, de la trascendencia del individuo
sobre el tiempo de su cotidianidad. Individuo confuso y herido por los ritos mentales
y la cadencia del cuerpo y la mente, hecho afines a la tierra seca y a los
soplos jadeantes de corazón herido que siente
el fondo de sus palpitaciones.
Las sílabas interiores de las voces que se
detienen y orillan en la memoria borrada
de experiencias. Siempre este ser arrojado al tiempo cotidiano, obligado a la
autenticidad, pero bordeado por extrañas formaciones culturales cínicas y
amorales de necesidad y penuria.
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En este espacio y tiempo interiores,
el individuo ansía encontrarse una claridad cegadora del espacio oscuro y de la
luz fría, que emiten los objetos de una cultura que afirma la utilidad del ser
como una cosa arrojada y manipulada. Hay en la palabra poética espacio y tiempo
íntimos que se presentan sorpresivamente al movimiento de las ramas y las hojas
de los álamos otoñales. Movimiento sorpresivo que afirma el sentimiento
dilatado de la creación de las formas rítmicas sonoras del éxtasis, siempre
ausente y siempre presente. Después del éxtasis del instante interior, llega la
sequedad, los síntomas alucinatorios de la abstinencia. El ciclo del éxtasis y
su abstinencia alcanza la saturación salobre de las palabras remachadas de
dolor. Dolor e inconsciencia poética de Allan Poe, expirando en las callejuelas
fétidas, olor basura de los lugares marginales, basureros de despiece de las
formas del éxtasis verbal, la evidencia contrapuesta del éxtasis que son los
gruñidos de los animales hambrientos de su muerte.
Este arrojamiento opresor del
individuo expirante muestra la palanca del delirio de los que ya han perdido la
belleza de los sonidos y los ritmos de las formas sonoras trascendentes.
La ascensión al éxtasis se retrae a
la mirada vacía del individuo herido, que observa, detrás de una ventana sin
cristales, el éxtasis vacuo de los ritmos de los versos, la verdad imaginaria perseguida
por la ausencia. La realidad de la historia basurero, devastadora en el sucio
uso de las bolsas de plástico para guardar los cadáveres de pobres en la morgue
de la ciudad de Chicago. El espacio negro de plástico negro, que niega el
éxtasis por su carencia de verdad, por su descarado elitismo de la torre de
marfil, levantada en el laberinto de ladrillos cocidos de la Torre de Babel, en
la ciudad zigurat construida para encerrar al deudor con la cuerda de ahorcado
de los préstamos, la obsesiva presencia de la desarmonía de los plazos de cobro
y los intereses. Zigurat de la pobreza, filtrada en los narcóticos de las favelas,
en el plumaje de las palomas sucias, que se levantan conjuntamente al horizonte
gris sucio, contaminado, desde las calles repletas de mondas amarillas, de individuos
que viven su desgracia de condenados sin techo, sin esperar otro éxtasis que la
falta de dolor, abandono del individuo que encuentran su sentido agónico en el
vértigo residual de la pobreza plana, de cuantos carecen de pan y de agua.
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Al fin del deambulatorio de la
esperar, el éxtasis de la palabra se aboca a la inmediatez cierta de la
duplicidad del mundo real y del mundo imaginado de las palabras enganchadas al
tiempo de los ritos agónicos de supervivientes de guetos, en los imaginarios usurarios
de una economía sádica del dinero necesario y del dinero usura, fondo real del
castigo de una sociedad abismada en la afirmación económica de la fragmentación
del individuo en los ingresos monetarios escasos.
El éxtasis de la formas del lenguaje
es una estrecha abertura o tal vez la sorpresa de una situación especial que
muestra sin máscara el sosegado juego de la ausencia de una visión verbal, entrecruzado
de lluvia intemporal y de lágrimas de
ceniza.
La abertura de las formas del
lenguaje separara los bordes duros del orden del dominio rutinario o de la
voluntad de retrasar el miedo a la nada. La persistente monomanía de los
círculos andados por la expresión estética del amor y el desamor en una
habitación de paredes encaladas, blancor sobre blancor, hasta el rebote del crepúsculo
otoñal.
La abertura del éxtasis oculto por una
pequeña puerta de madera, resquebrajada por el deseo de ver donde no se puede
ver ninguna experiencia, salvo la brisa en los sauces de las aguadas de los
pintores, filósofos taoístas que incluyen el no y el sí en una síntesis
interior, aunque en toda habitación de las formas místicas de la síntesis hay
una claraboya sorpresiva de claridades para los solitarios pensadores del equilibrio
del no y el sí, a su reflexión de apertura de la paradoja para ser y no ser en el mismo momento.
En los tiempos de Lao Sé, se vio
caer por la claraboya algún pájaro audaz con alas de cera, pero luego su cuerpo
caliente y fláccido fue recogido por una mano blanca, de abultadas venas azuladas,
flujo lento de la sangre, de restos desgarrados de neumáticos y bolsas de
plástico, de naranjas o migajas de pan. Si ocasionalmente se abriera la claraboya
por una voluntad de hacer la realidad, las miradas alcanzarán la santidad del
filósofo que escribe, sobre los márgenes de las páginas de la Cábala, la
posibilidad de penetrar por la luminosidad de la mirada el caer de las gotas de
lluvia y las plumas de pájaros, los
insinuados sinsentidos de imágenes bosquejos en las paredes encaladas,
manchadas de grises o de mensajes sorpresas que suscitan el intento de descifrar
los signos sin sonidos.
Un signo sin sonido es la sorpresa de hallar el
vacío de su significado. Podría significarse arbitrariamente hasta llegar al
grueso glosario de un único significado de arcaico desuso.
Ya es sabido que las manchas incitan a la
esquizofrenia interpretativa de voces interiores, que reprochan la necrosis del
yo abandonado a las redes represivas de la inconsciencia marcada como las
bestias que cargan con la culpabilidad de los manipuladores de la ideología moral. La
conciencia se engancha a la tortura de
voces borradas, irreconocibles, que podrían ser voces sádicas interiores
que exigen la nada. Hay que pasar el dedo índice por entre los resquicios de la
conciencia para interpretar la sonoridad de las voces interiores, a veces
agudas y otras graves, pero siempre acusativas.
En el espacio y tiempo íntimos,
suele haber un estante librería con libros
de páginas desgarradas por las idealizaciones, por antiguas misivas de desencuentros
furtivos de amor. Si se halla el primer
libro de dios, de pastas de nácar y
dibujos de lirios, tal vez haya el supuesto de inocencia de que el objetivo único
del saber es el hallazgo de un Dios, descifrado
en una hoja seca de papiro que flota en el estanque de los ausentes.
Hay un espacio mental para una vía intuitiva,
donde el saber y los estados del yo experimenten la locura de conocer por las palabras del silencio. Ajenas palabras
en todos sus formas, al universo, a las criaturas, a los entes mentales y todo el conjunto en la propia claraboya de luz
dudosa, depositaria de los secretos del Verbo. La luz de la claraboya se enciende
y juega con arbitrarias sombras unitivas
del ser y el no ser que demoran el fin del individuo y sus ritmos verbales imaginarios.
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