sábado, 4 de julio de 2009

En los ojos del buey (1)

El flujo del tiempo va sedimentado el sinsentido de los acontecimientos sociales pretéritos. Para la fenomenología filosófica las cosas tienen que ser separadas de ellas mismas, puestas entre paréntesis para hallar su sentido en construcciones imperativas de la reflexión. Al tiempo de la historia hay que insuflarle una memoria con el fuelle intencional de la conciencia lúcida. Ahora hay un tiempo histórico sin memoria ni culpabilidad. En las reflexiones de Dostoievski se puede hallar el camino infernal del fracaso del albedrío como el origen de todas las perversiones de lo demoniaco. El pensamiento angustiado de Dostoievski es una descripción de la intencionalidad de una conciencia, que sustituye la responsabilidad de los actos del individuo reflexivo por el mal metafísico de un individuo ausente de la mirada de Dios y luego por la relación inerte, de esta ausencia, entre culpa y redención. La reflexión del individuo es el juego inútil de lo demoniaco en un sujeto que al final espera ser redimido de su culpa. Pero la culpa metafísica es la sensación de la nada en una reflexión inútil. No hay memoria en el presente radical de la culpa y la redención. El presente es el instante de la conversión trascendente. En los ojos del buey sólo está el surco que tiene que abrir. Se agobia con un destino a cuyo extremo está la fatiga definitiva. No espera. No tiene futuro. Sólo tira del arado para abrir el surco entre las piedras y la tierra seca. En los ojos del buey no hay ni culpa ni redención. Carece de conciencia para establecer una relación metafísica entre la reflexión, el pecado y la redención. Tira del arado y del hambre del campesino. El tejido entreverado de tiempo pasado no persiste en su presente. La astucia de la desmemoria individual es alcanzar la inutilidad del pasado. En un proceso de cambio el individuo se transforma, se vuelve intensamente anónimo, para carecer de la responsabilidad del pasado. La memoria manifiesta la praxis de habitar y deshabitar en las relaciones sociales como un compromiso de lo humano. El tiempo histórico fluye por las rendijas asfixiantes de los respiraderos del metropolitano en la caída de la Unión soviética. Los niños sacando las manos por ellas para implorar su salvación a la condición humana de la responsabilidad y la culpa. Si la ventana de la historia se abre, ahora entra una luz otoñal. Es una época histórica estancada. Esta luz otoñal se queda en los medicamentos depresivos de la desmemoria. Ella libera de la culpa interiorizada, del acierto o desacierto de conocerse culpable, en el miedo de los espacios infinitos pascalianos. La paradoja pascaliana de hacer del hombre mitad ángel y mitad bestia. Siempre ángel y siempre bestia. Un hombre carente de un porvenir histórico y cargado como el buey del porvenir metafísico de la apuesta sobre la existencia de Dios. Una puesta de salvación ante la Nada. La apuesta es un no y sí, a la vez. La paradoja de todo individuo que calcula su destino en la reflexión de los espacios infinitos de la física cartesiana. La sociedad se deja caer en la desmemoria de sus sentimientos de finitud. Sólo tiene tiempo para sobrevivir en las leyes económicas de la formación de ofertas y demandas, acumulaciones del capital e incrementos de productividad, de la contraposición entre la superproducción de valores de uso, al nivel de la crisis, y el subconsumo de las masas sociales a precios de mercado monopolista. La contradicción entre la riqueza de la producción y la marginalidad de las masas sociales a niveles de ingresos bajos. El sueño del delirio metafísico de las masas monetarias lanzadas al mercado financiero está cubierto de soluciones retóricas, de tasas de interés para masas monetarias-papel, en circulación, sin oportunidades de inversión ni de creación de empleo. El sueño aprehensible de los mecanismos de producción de dinero metafísico, se adhiere al simbolismo de la matematización de la causalidad de los fenómenos mensurables. Las leyes matemáticas de las correlaciones fenomenales. Este gran vacío de la precariedad del individuo perdido en los enlaces de la necesidad y el dinero. Francis Bacon (1909-1992) es el pintor del vacío deshumanizador, que padece el miedo interiorizado de una época que transcurre por los pasajes innominados de dos guerras mundiales, la guerra fría y la formación de los imperios financieros. Francis Bacon siente el delirio del miedo. El miedo del individuo, en la angustia metafísica de explicar la soledad del amante y de sujeto amado. Apartándose del mundo, Francis Bacon reinicia una incesante marginalidad del monólogo plástico, que rehace la relación de la orfandad y el amor, del dolor físico de la finitud de la experiencia amatoria. Las figuras tumbadas de Francis Bacon están en un laberinto de espejos deformantes. El gran vacío de la realidad social, precariedad de la existencia marginal, deformación plástica de los personajes de Francis Bacon, que los rehace, los despedaza para atribuirles otra objetividad. La duda y el alcohol desnudan la coherencia y ciegan la certidumbre de la culpabilidad, que desencadena la oscuridad de lo inhumano. Igual que el Gran Topo kafkiano, la incertidumbre se abre para adquirir la generalidad de la alienación y del orden autoritario de jerarquía. Los modelos de Francis Bacon implican la destrucción física y psicológica del individuo atrapado en el juego de los espejos. El espacio se estrecha y el tiempo se abre amarillo como un girasol. El individuo se inmoviliza en la desmemoria. Su cuerpo se esconde en la uniformidad anónima de las habitaciones de pensión, que se fijan al cuerpo desnudo, sobre una mesa de cristal, en un espacio y tiempo irreales. Las percepciones del delirio alcohólico que se revelan en las deformaciones de las manchas de humedad de las paredes sórdidas. El alcohólico se aparta de la realidad para padecer la opacidad del sufrimiento. El tiempo se sujeta a la incoherencia explicativa de la finalidad irracional, del límite absurdo de la esencia del tiempo en el mundo transgredido. El tiempo irreal se sostiene en el alojo del destino. Hay que soportar el espacio y el tiempo habituales. La soledad sin historia del individuo echado en las mesas de cristal. El naufragio de ser humano, a través de la transparencia que sobresale del tejido de la existencia. La vida es un ahí transitorio en la voluntad de Otro. La objetividad se destruye en la continuidad de rehacerse en el peligro de no ser. Se escapa al tiempo por la ventana ciega de la irracionalidad. No hay luz que envuelva la pasión de existir como en los dioses, que desconocían la fatalidad. No había arrepentimiento en la dicha de los dioses. Los dioses castigaban sin que la víctima supiera los motivos con los que se llega a la culpa. La existencia de la jerarquía de poder ignora la culpabilidad. Los dioses persiguen la belleza entre los reflejos alucinatorios de la redención de la culpabilidad. El grito sin la racionalidad de los fines, que se interioriza como desmemoria de la facultad de enlazar el lenguaje al sufrimiento. El hombre se queda en los significantes de su destino, y solo ante el significa angustiado del grito. Delante de la experiencia de lo vivido va pasando la gente anónima, las fechas solemnes, la medianoche, su hora fatal, los murmullos y los zureos, el devenir, de lo que uno verdaderamente resulta ser. Detrás de la simulación de lo inhumano hay alguien que respira fatigosamente. Se desconoce su identidad. Está ahí sólo para abrir la ventana de la historia. Habitarse es poseer la necesidad, el acompasado galope del compromiso de la pasión de estar en el mundo. El buey sigue tirando del arado. Pronto estará en el ocaso. En su mirada está el vacío de la finalidad.

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