Un anillo de tiempo por donde entran el calor de la
emoción y la suave inclinación al
silencio.
La emoción del futuro se engasta con las flores que miran
por la ventana. Hay un paréntesis que cabecea en la mirada y en el olor de la flor.
Es verdad. Estamos hechos de tiempo, pero de un tiempo de
celebración a la espera del amor y al olvido conciliador.
No nos juntamos en los caminos, ni en las acequias de
aguas tranquilas. Tal vez ya no esperamos en el sonido del agua a los pájaros que llegan por el amanecer.
No hay pan para los pobres ni para los echados en el
sueño de la calle vigilada y sola.
Se sueña con jardines y rumores de álamos. Esos álamos
que susurran húmedos escondites de pereza y laxitud. Sus hojas llaman desde
arriba. Arriba, en ese cielo azul profundo de los cuadros de Chagall, que advierten
de la presencia y la ausencia del misterio desconocido.
Unas hojas desprendidas de las altas copas de los álamos
traen significados sonoros de un Dios oculto en el flujo del agua y en el
olor de la espera de Alguien, que ha de llegar para murmurarnos coplas de la
aventura del destino. Ese Alguien que testimonie que al fondo de los caminos
otoñales están las manos del agua y el
zureo de la paloma.
Es verdad. No podemos llegar más allá del tiempo. No acogemos
al flujo del agua del río. Diría que estamos desasidos del tiempo del agua y
del tiempo de viento. Pero estamos engarzados a la aventura de trascender con
el sueño, la dura advertencia de que el
hombre para ser ha de encontrar la piedra del saber y la estancia del amor.
El hombre es un ser que ríe mientras mira la mano que lo sujeta y lo hace bailar entre las ráfagas del viento.
La mano decisiva que se termina perdiendo para que sepamos aguardar la gran
espera de la mano mutua colectiva.
De la mano de viento de la madre a la mano del humanismo
de la igualdad.
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