El escritor inglés del siglo XIX Lewis Carroll escribió el libro Alicia en el país de las maravillas (1865) para Alice Lidell. En el cuento, Alicia cae en una madriguera y se encuentra en un mundo fantástico e ilógico.
Noticia encontrada en la red de Internet: (Los testimonios detallan las prácticas conocidas por el público a partir del escándalo de Abu Ghraid. Las prácticas de los torturadores eran privación del sueño y de los alimentos, exposición a temperaturas extremas, golpes y herida, así como otras vejaciones tales como las pirámides humanas).
Al ser humano le desasosiega la tortura, le angustia su límite absoluto de deshumanización. Se encoge, emocional y conceptualmente, ante el vaciado de su existencia. Lo deja fuera de sí, desposeído de la durabilidad del mundo habitado por la seguridad. Pero en este desasosiego, en su angustia, radica la esencia de un mundo racional. La tortura deja caer al individuo en el mundo oscuro de la inseguridad, donde las ideas y las emociones se desligan de la unicidad de la conciencia y la existencia, como si fueran la expresión plástica de la seda hilada después de ahogado el gusano de seda. De aquí que las fotografías de las torturas colgadas “en la red”, abran la insospechada presencia de la cotidianidad del horror, de sentir la realidad de lo inhumano organizado y producido. La tortura conlleva el horror ante el mal y la evidencia de su objetividad, escondida en un presente incesante en la destrucción de lo humano por lo inhumano. En la historia actual siempre está abierta la coyuntura de la inhumanidad. Es una máquina -psíquica que fluye en el porvenir deshumanizado.
La tortura no proviene de la naturaleza. No es parte de una presencia esencial metafísica o genética. No se forma como una perla accidentalmente en el interior de algunos moluscos. La tortura está dentro de las relaciones de poder. El torturador ha sido adiestrado, directa o indirectamente, por las instituciones y hábitos sociales de dominio y privilegio. El adiestramiento, en la tortura, proviene de la obediencia ciega a la irracionalidad, a la disciplina, al ejercicio del acto absoluto de la voluntad Única que asalta a la Razón. Los ejecutores de la tortura establecen su realidad en la omnipotencia del vencedor. Sonríen y hacen muecas mientras profanan los cuerpos de los torturados. Están en las infra-emociones de superioridad que obedecen a la orgía de la impunidad. El Mal absoluto del torturador está ya en la hegemonía de la ausencia de culpa, que lo sitúa en la impunidad, en la carencia de falta de castigo, en la ley de cierre de la obediencia de jerarquía. Los torturadores están en las relaciones sociales ideológicas, que producen los asaltos a la racionalidad, las representaciones mitológicas totémicas, que causan los efectos de los grupos- víctima y de los grupos- tortura.
El adiestramiento del individuo en la tortura es una práctica técnica, un proceso de producción de la mecánica de la crueldad y un discurso ideológico incluyente de la diferencias de masas sociales privilegiadas y masas sociales basura. Hay un adiestrador y un adiestrado, y un espacio oculto de aprendizaje. El adiestrador aplica y explica un código, que cifra la desutilidad y la utilidad de la información en la debilidad psíquica y física del torturado. Las repeticiones de las normas ejecutoras irán trasladando la grafía de signos vejatorios como un proceso para actuar en el cuerpo y en la mente del torturado. Habrá en el torturador una regularidad sádica de sus actos. Su conciencia está bajo el imperativo de la insensibilidad del sufrimiento ajeno y el objetivo estratégico de conseguir información. El castigo está dirigido a los límites de la sumisión agónica. El culto de la tortura muestra el escenario burocratizado de la perfección de los intereses ideológicos y materiales del orden superior del torturador. El torturador está inscrito en las diferencias de jerarquía del mandato autoritario. El Mal se vuelve una entidad abstracta intencional, que acuña la desvalorización de las conductas de resistencia que son opuestas a la metafísica del poder autoritario. El Mal se vuelve absoluto y consciente para el torturador. Para él, no hay culpa en sus actos. La eficacia de la estructura de la tortura especifica su valor. Los grados de culpabilidad de esta consciencia están supeditados a la eficacia del adiestramiento. En los torturadores de los años 30 y 40 del siglo XX, había una percepción clara del ocultamiento de las pruebas de culpabilidad. La ausencia de pruebas era una garantía salvadora, que obligaba a hacer desparecer los testimonios genocidas. Se escondían en los guetos de la complicidad. En ellos, el Mal era recibido por un yo- Único, indiferente y cómplice. En la situación actual, los torturadores fotografían sus actos y los publicitan en los medio de comunicación. Su culpabilidad está incluida en la desmemoria legalizada. Los actos del torturador ahora habitan un consciente compacto, extraño y eufórico en la intencionalidad destructiva. El torturador recrea y escenifica una situación de perversión sexual: sodomía, zoofilia y urofilia. Las frases-grito de los torturadores están engarzadas en el uso habitual de sus significados en el contexto de la crueldad intencional. La repetición de sus expresiones corporales se adapta al texto escrito por sus adiestradores. Los torturadores dejan marcas físicas y psíquicas indelebles. Un dolor incesante físico y moral. El cuerpo y la psiquis del torturado internalizan las heridas hasta volverlas irredimibles y post-históricas. El sufrimiento del torturado se vuelve intemporal. Las percepciones, de su cotidianidad de víctima superviviente, confluyen en una desestabilidad psíquica repetitiva. El siglo XX y XXI, la tortura está en el estilo neogótico de los guetos de la desmemoria del torturador y en la memoria repetitiva y obsesiva de la víctima. Los actos del torturador se vuelven arqueología de huellas y voces en la temporalidad de lo habitual. La desmemoria del proceso histórico que conduce a la tortura también se planifica para que se logre su olvido. El ritual de las madres argentinas por mantener la memoria de las víctimas. La incesante presencia de las fotografías de sus familiares, los desaparecidos, torturados y asesinados, insisten en que no se pierda la memoria de la historia, ya que entonces se pierde la realidad intencional de los torturadores. La memoria colectiva es el testimonio máximo de la existencia de la crueldad. Los torturadores buscan la desmemoria y su punto final: el pacto de encubrimiento. Pero la memoria de las víctimas devuelve el presente de la historia a la necesidad de la Justicia.
Estamos en una época destructiva para el porvenir de la humanidad. Los datos se presente en una superficie inconmensurable. La supervivencia humana está en la certeza de que hay medios de destrucción absolutos. La humanidad puede ser destruida científicamente. La muerte se ha vuelto un símbolo inmediato del exterminio generalizado. La finalidad moral del hombre se ha vuelto intrascendente a su transitividad histórica, tanto para el exterminio general como para el exterminio de víctimas en cualquier lugar de la sociedad de la tortura. El porvenir moral y económico, ciertos, para que la humanidad prevalezca caen en la utopía. La historia cotidiana contiene la cronología incesante de la crueldad y la certeza de la destrucción general. No hay copia de seguridad. Como diría Albert Camus, el sentido común percibe esta realidad. En una concepción absurda de la disuasión internacional del enemigo, los países ricos y emergentes poseen arsenales nucleares y masas sociales desheredadas sobre las cuales se ejercita la crueldad física y económica. La tortura se vuelve general en una sociedad dividida entre la riqueza minoritaria y las masas sociales incluidas en la finalidad de dominio de bajo presupuesto.
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