La notificación identificativa de un gran genocida puede ser tan breve como la de Duch, comandante de un campo de exterminio, durante una fase del siglo XX: el régimen de Pol Pot.
La pregunta sobre la esencia de la crueldad siempre está ahí. Flota sobre el tiempo inerte de la historia. Como si se tratara de una materia suspendida en el flujo incesante de la temporalidad cerrada de las minorías que organizan el genocidio como un proceso de trabajo: el edifico- fábrica, que esconde la crueldad, las víctimas, las máquinas ideológicas delirantes del terror: los ejecutores, que sueldan su relación de supervivencia a la eficiencia de la culpabilidad imaginaria de las víctimas. Las confesiones obtenidas mediante el padecimiento físico y moral continuado. La hendidura incesante del dolor para establecer la sustantividad de la paranoia de los ejecutores del genocidio. Establecer la necesidad de la crueldad con la no identificación de la víctima con el verdugo. Encontrar un rango del terror que demuestre que no existe mímesis entre la víctima y su verdugo. Éste eleva su singularidad de ejecutor a la universalidad mitológica. Los ejecutores se jerarquizan con respecto a la mímesis ideológica del mantenedor del terror general. De aquí, que siempre remitan su responsabilidad al cumplimiento de órdenes del superior jerarquizado. Pol Pot, el hermano número 1. Dentro del terror hay una totalidad que todo lo envuelve a través de la sospecha. La sospecha produce, germina en el temor de convertirse en víctima. "Interrogadlo otra vez, interrogadlo mejor". Los subordinados no se sienten culpables por sus actos criminales. La culpa está en el vértice de la pirámide del rango de poder. Un poder que puede decidir la muerte, tanto de las víctimas como de los ejecutores deficientes, desleales de rango inferior. La posibilidad de ser víctima está siempre presente en la jerarquía del mandato y en su cumplimiento. La carencia de voluntad es la inocencia. La causalidad de la culpa remite al Uno trascendental. La crueldad esconde delirios metafísicos de causalidad única. Los delitos remiten al poder de la jerarquía de mando. Los genocidas individuales y colectivos del siglo XX siempre se defienden alegando el cumplimiento de la orden dada por la cúpula jerárquica. El siglo XX está cubierto de espacios icónicos de genocidio. Tuol Sleng es uno de ellos. En el icono-fábrica de muerte, de Tuol Sleng, fueron asesinadas miles de personas, que antes fueron aterrorizadas mediante interrogatorios y torturas. Fuera del icono-fábrica de muerte no hay sociedad. No hay población urbana. La sociabilidad humana está cancelada por el terror. Las escuelas y los hospitales, cerrados. Los lugares de reflexión y piedad colectivos son clausurados en la desmemoria del paisaje de la muerte. El conjunto de sonidos de la palabra Tuol Sleng queda significado por el miedo, hasta que ella establece muros en la conciencia del terror organizado por la minoría paranoica.
La pregunta sobre la esencia de la crueldad siempre está ahí. Flota sobre el tiempo inerte de la historia. Como si se tratara de una materia suspendida en el flujo incesante de la temporalidad cerrada de las minorías que organizan el genocidio como un proceso de trabajo: el edifico- fábrica, que esconde la crueldad, las víctimas, las máquinas ideológicas delirantes del terror: los ejecutores, que sueldan su relación de supervivencia a la eficiencia de la culpabilidad imaginaria de las víctimas. Las confesiones obtenidas mediante el padecimiento físico y moral continuado. La hendidura incesante del dolor para establecer la sustantividad de la paranoia de los ejecutores del genocidio. Establecer la necesidad de la crueldad con la no identificación de la víctima con el verdugo. Encontrar un rango del terror que demuestre que no existe mímesis entre la víctima y su verdugo. Éste eleva su singularidad de ejecutor a la universalidad mitológica. Los ejecutores se jerarquizan con respecto a la mímesis ideológica del mantenedor del terror general. De aquí, que siempre remitan su responsabilidad al cumplimiento de órdenes del superior jerarquizado. Pol Pot, el hermano número 1. Dentro del terror hay una totalidad que todo lo envuelve a través de la sospecha. La sospecha produce, germina en el temor de convertirse en víctima. "Interrogadlo otra vez, interrogadlo mejor". Los subordinados no se sienten culpables por sus actos criminales. La culpa está en el vértice de la pirámide del rango de poder. Un poder que puede decidir la muerte, tanto de las víctimas como de los ejecutores deficientes, desleales de rango inferior. La posibilidad de ser víctima está siempre presente en la jerarquía del mandato y en su cumplimiento. La carencia de voluntad es la inocencia. La causalidad de la culpa remite al Uno trascendental. La crueldad esconde delirios metafísicos de causalidad única. Los delitos remiten al poder de la jerarquía de mando. Los genocidas individuales y colectivos del siglo XX siempre se defienden alegando el cumplimiento de la orden dada por la cúpula jerárquica. El siglo XX está cubierto de espacios icónicos de genocidio. Tuol Sleng es uno de ellos. En el icono-fábrica de muerte, de Tuol Sleng, fueron asesinadas miles de personas, que antes fueron aterrorizadas mediante interrogatorios y torturas. Fuera del icono-fábrica de muerte no hay sociedad. No hay población urbana. La sociabilidad humana está cancelada por el terror. Las escuelas y los hospitales, cerrados. Los lugares de reflexión y piedad colectivos son clausurados en la desmemoria del paisaje de la muerte. El conjunto de sonidos de la palabra Tuol Sleng queda significado por el miedo, hasta que ella establece muros en la conciencia del terror organizado por la minoría paranoica.
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