La vida transcurre en un antepresente, como si éste fuera un tiempo condicional que se guareciera del peligro de estar en el desasosiego del presente competivo e inseguro. El ser actual está en la coyuntura de la incertidumbre del presente. Éste tiene que entregarse a la certeza turbia del tiempo vivido en el inconsciente del deseo, aforado a la articulación de los órganos estatales de la reproducción de lo cotidiano. La garantía jurídica y política del cumplimiento del antepresente como proyecto existencial. Necesita la creencia del soy lo que he querido ser. El estar del proyecto vital imaginario en el soy de la experiencia. La paradoja del salto de la incertidumbre al finalismo de la misma. Los repetitivos aciertos/desaciertos de los fines incluyen la fijeza y el agotamiento de los medios materiales e ideológicos, que se han impuesto desde los hábitos heredados como realización práctica del mundo. La necesidad cumplida, consciente e inconsciente, de lo experimentado, imanta la presunción de que habrá futuro. El individuo está de continuo en el trasvase al futuro como propuesta a la realización de su vida. El presente es un resultado, un efecto del hábito del antepresente. Ese ayer neorromántico, que una mirada distraída deja caer en la hoja del calendario. Pero el presente urge con una perspectiva, que valore la relación de esfuerzos y resultados en el flujo del tiempo. La eficacia resultante de lo ya vivido. La medición de esta eficacia se sostiene comparativamente en los deseos cumplidos y la arqueología de la desmemoria. La desmemoria incita la la apuesta del jugador. El apostador juega con su desmemoria. Siempre es un principiante ante las contradicciones de la realidad y la apuesta. Blaise Pascal (1623-1662), mantuvo la fe del hombre trágico, por la que llegaría la justicia absoluta de la humanidad, ante la presencia de un dios oculto y presente, que no interviene en el mundo. Para él, la radicalidad de la salvación exigía la apuesta del destino de la humanidad, después de la muerte, a un reino sobrenatural donde la justicia sería absoluta. La racionalidad del siglo XVII, en el pensamiento y la materia, exigía la fe del jansenismo, del Dios siempre presente y ausente ante el absolutismo de la realeza, que no requería de las limitaciones sagradas para ejercer su dominio.
La apuesta de valores absolutos era la conversión radical para que el presente no fuera un vacío en la desesperanza de los valores instituidos por el poder político absolutista. El individuo estaba obligado a apostar, aunque la apuesta fuera la incertidumbre del individuo perseguido. Se puesta, porque esperamos. La radical urgencia de la esperanza supone la apuesta de fines absolutos. El individuo está en la penumbra atardecida de la apuesta imperativa de la supervivencia por la fe. El antepresente de la apuesta es la radicalidad de vivir en el presente como instante de lo absoluto. La apuesta está rezagada con respecto al futuro. El individuo, que apuesta, toma como perspectiva los valores inciertos del presente, desde la anterioridad del hábito, precisando las probabilidades de sus aciertos. El individuo juega con su probabilidad de realidad, pero en él está el deseo de vivir sus experiencias en la porosidad de la apuesta de valores sin contingencia. El apostador no es un idealista, sino un pragmático. Quiere ganarle al presente los antagonismos cotidianos de la negación, darles a la certidumbre y a la especulación el pragmatismo de valores ciertos. El progreso social es la apuesta del cumplimiento de valores relativos en la historia. Es una marcha de la sociedad hacia delante, pero dentro de las posibilidades reales de acierto de los apostadores colectivos. Cada generación hace su apuesta de superar la herencia del antepresente. El hombre hereda las condiciones de su realización futura.
La extrema incertidumbre de la cultura barroca del siglo XVII fue por dar cobijo metafísico al individuo en el sueño del dios. Vivir en el sueño de dios. Pero se hallaron con la terrible pregunta, ¿ y si dios despierta qué será de mi existencia?. La época nuestra, la del siglo XXI, está en la ideología de la sustitución de la metafísica del sueño de dios, y su despertar, por la metafísica del progreso de la racionalidad económica y la persona jurídico-política. La universalidad del progreso social está en la metafísica de la productividad tecnológica y en la utopía del individuo liberado de la necesidad.
Tal vez, la crisis del siglo XXI venga a mostrarnos la dificultad de acertar en la apuesta metafísica del progreso y de responder a la pregunta: ¿ y si el dios del progreso despierta de su sueño, qué será de las masas sociales que habitan en el progreso incierto de la sociedad?. El progreso de la sociedad es una marcha hacia adelante y un punto de llegada El punto de llegada es la apuesta metafísica del porvenir progresivo de la humanidad. La apuesta del siglo XXI está dada en estos términos: “Tras las pruebas positivas, a que da lugar la marcha social del progreso, la sociedad se encuentra con la justicia y la sabiduría del orden político y jurídico, con el desarrollo de las ciencias aplicadas, la prosperidad de millones de hombres y la multiplicación de nuestra especie en las condiciones de la máquina de producción decreciente de la tierra y la obsolescencia de las máquinas tecnológicas. La sociedad se ha instalado en un proceso ideológico y real de continuo bienestar proveniente de la ciencia y de la técnica renovadas. Cada época es superior en progreso social a la anterior. No es concebible el regreso a estados anteriores ni al estado de estancamiento sin incluir la revolución.”Las apuestas colectivas, si no se cumplen, muestran que las condiciones del presente histórico están agotadas y los hombres necesitan instituir nuevas funciones progresivas de poder y previsión. El apostador ha arrojado los dados. El resultado requiere de una lectura precisa de la esperanza contingente. El antepresenta espera el presente.
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